viernes, 27 de agosto de 2010

Marta y Pedro comentan, a la memoria de Pedro Penzini Fleury.

Ha muerto Pedro Penzini Fleury, farmaceuta y destacado locutor radiofónico. Mentiría si dijese que fui un admirador o fiel oyente suyo. Sin embargo, tiene ganado un lugar especial en mi memoria por una tertulia que compartía con Marta Colomina, de la que fui aficionado escucha mientras duró. Acá unas líneas sobre ese programa a manera de homenaje.

Brille para él la luz perpetua y descanse en paz. Amén.


PPF: “Honda, the power of dreams, presenta esta conversación entre Marta Colomina

MC: “Y Pedro Penzini, buenas noches Pedro”.

Han pasado ya algunos años desde que se emitió la última tertulia, pero las recuerdo como si fueran ayer. 7:30 PM, Éxitos 99.9 FM, luego de despedir a sus 18 patrocinantes, Pedro Penzini Fleury, con su cuidadosa e impecable pronunciación del inglés, leía el slogan de Honda y arrancaba la tertulia. Espacio memorable donde los hubiera, marcó pauta en la radio y se convirtió, por lo menos para mí, en el mejor programa de aquellos días duros.

Marta y Pedro formaron una improbable y extraordinaria dupla radiofónica. Ambos eran totalmente distintos. Él calmado, ella apasionada. Él con voz de locutor, ella con voz hmmm diferente. Él moderado y conciliador, ella defensora irrestricta de sus ideas y pensamientos. Él light, ella sal y pimienta. Dos estilos opuestos de hacer radio, dos maneras distintas de asumir el periodismo, dos personalidades dispares que gracias a los azarosos vientos del destino se juntaron un día y formaron dinamita.

Los inicios de la tertulia, contó Pedro Penzini alguna vez a la revista Producto, fueron mera casualidad, ya que al terminar su programa a Marta le tocaba leer los titulares del noticiero en ese estudio. Siempre precavida, la Colomina llegaba con varios minutos de antelación durante los cuáles se ponía a comentar con Pedro la actualidad del día. Y así, de la informalidad de la conversación cotidiana, nació el espacio. Honda, con un ojo avizor envidiable, decidió patrocinarlos y se hizo la magia.

No sé si el fanatismo altera el recuerdo, pero tengo la impresión de que buena parte del país se paralizaba a esa hora para escucharlos. El espacio, al menos, fue calificado por Producto como “uno de los más sintonizados de la radio” y sin duda de los más comentados. Como en los deportes, había rivalidades: los que apoyaban a Marta y los que apoyaban a Pedro.

La tertulia era Marta en su más pura esencia. Ella misma decía que cuando la hacía no hablaba la Marta Colomina periodista, sino la Marta Colomina ciudadana y que por eso mismo durante los minutos que duraba el programa se permitía una serie de cosas que en los otros no. Sus siempre ácidos comentarios se volvían limón puro en el espacio, y sus constantes críticas, al igual que su voz, subían de tono. Pero eso sí, siempre apelando al dato certero, a la información veraz y basándose en hechos reales; de allí que en la larguísima trayectoria recorrida por el programa la única vez que las palabras abogados, tribunales o demanda se escucharon fue en el 2002 por un asunto de un apartamento del entonces presidente de la AN, William Lara, el cual no tengo idea de cómo terminó.

Lo que la gente más suele recordar eran las peleas entre ambos. Marta se apasionaba como ella sola sabe hacerlo y cuando Pedro, un caballero en todo momento, trataba de contradecirla ardía Troya. Los “¡Pero, Pedro!” y “¡Por Dios, Pedro!” se escuchaban casi con frecuencia de muletilla mientras él trataba de arreglar y calmar la cosa. Tan tranquilo era que la única vez que le alzó la voz y se le puso duro fue noticia y en NoticieroDigital apareció un titular que si la memoria no me traiciona, y vaya si lo hace, decía: “¡Se arrechó Pedro!”. Lamentablemente no recuerdo exactamente por qué fue, sólo sé, y no sé por qué, que fue el mismo día en que Nicolás Maduro fue nombrado Canciller.

Si de recordar se trata, recuerdo todo lo que Pedro sufría para poder terminar la conversación a las 7:45 PM, cosa que muy pocas veces lograba. A eso de las 7:42 PM ya comenzaba a decirle a Marta que había que ir concluyendo, y ella “sí, Pedro y seguía con otra información. Y así pasaban los minutos. Uno sentía la tensión de Pedro tratando de encontrar algún silencio de Colomina para poder colarse y despedir, y la de ella tratando de hablar rápido y sin pausa para que no la interrumpieran. Y cuando por fin lo lograba: Marta, ya nos tenemos que ir”, ella: “Un segundito, Pedro, que esto del CNE es importante”, “Pero Marta”, “Ya voy, Pedro, elevando la voz: “No, Marta, que hay que irnos”, “Bueno, pero se me quedó mucho material importante, que habrá que leer mañana”, “Así será. Y cuando son las 7:49 PM nos despedimos”. Tanto dio el agua al cántaro hasta que lo reventó y la tertulia se extendió, ahora sí oficialmente, hasta las 7:50 PM, lo que por supuesto no impidió que más de una vez se saliera de hora.

La única nota discordante fue el final del programa, que no le hizo honor a su notable trayectoria. Las presiones y la “ley mordaza” lograron su efecto y vino la “moderación mediática” que Colomina profetizó en su mensaje de despedida de Televen. El programa fue movido para el mediodía y no volvió a ser lo que era. No sé cómo explicarlo pero la magia de las 7:30 PM se perdió. Y así hasta que un día hubo una desavenencia entre ellos en vivo y directo, ella abandonó el programa y de esa manera terminó un espacio memorable que comenzó como una tertulia improvisada y terminó siendo una leyenda de la radio.

lunes, 23 de agosto de 2010

Andrés "venenito" Izarra, a propósito de la risa en CNN


Lo contaban los periodistas que lo tenían como jefe en El Observador: Andrés Izarra, el hoy flamante presidente de Telesur, colocaba en su escritorio un pote de agua con el rótulo “veneno” y a los reporteros, sobre todo a los de sucesos, y que diga Noé Pernía si es verdad o no, les pedía eso: “veneno” y “sangre”. El legendario noticiero de RCTV vivió con Andrés “venenito, como lo llamaban en el canal, una de las épocas más sensacionalistas y también exitosas de su historia, que todo hay que decirlo. El primer negro se le dedicaba totalmente a sucesos y en Venevisión no hallaban qué hacer con “El Informador”. Eran tiempos en los cuales el yerno de Antonio Ledezma se jactaba de haber sido editor de América Latina de la hoy “pornográfica” CNN y editor de asignaciones de la siempre complaciente NBC de los USA.

Fue precisamente en CNN, otrora motivo de su orgullo y causa de su arrogancia, donde el ex ministro de comunicación protagonizó el lamentable episodio que lo ha puesto nuevamente en la palestra. Mientras Roberto Briceño León describía con la precisión que solo dan las cifras la tenebrosa situación que vivimos los venezolanos en materia la inseguridad, Izarra inició su performance de badboy y comenzó a reírse a mandíbula batiente. Como cualquier niño rico de colegio del este cuando es regañado por una profesora, pero más sobreactuado. La risita le salió forzosa y se le sintió fingida, y la gracia que pretendía se le convirtió en una morisqueta de indolencia y crueldad. Quizás es que está falto de espejos, pero el mandamás de Telesur parece no haberse dado cuenta de que las canas y las entradas lo delatan, de que las pataletas de malcriadito –“yo desde aquí los mando al infierno”, dijo una vez refiriéndose a la prensa- si antes no le quedaban ahora menos, y de que a estas alturas de la vida no puede andar dándoselas de chulito o patiquincito, que diría Teodoro.

Cuando le tocó hablar lo vimos remedando, de muy mala manera, porque esa noche nada le salió bien, a Chávez. Como un hijo que se bebió los genes de la madre y trata de copiar el patrón de conducta de un padre al que no se parece en nada, pero mucho peor. Como Servando y Florentino cantando Techos de Cartón o Álvaro Vargas Llosa escribiendo novelas. Así, tal cual. La postura, el manoteo, los “¡hermano!”, “¡compadre!” soltados intencionalmente en medio del discurso, todo lo delataba porque nada le lucía.

Total que su intervención en el programa fue un fiasco. Estólida por un lado y ridícula por el otro. Tan mala resultó que José Vicente, el“viejito perverso”, tuvo que salir a alcahuetearlo bajo su personalidad marciana y lo único que atinó a decir fue que Izarra se reía del bigote de Briceño León. Pero qué va. Ni con estupideces como esas ni con genialidades como las que nunca le he leído podía sacarle las patas del barro a Andresito.

Es lo que pasa con los yuppies, que creen que por no usar corbata ya son revolucionarios. Aman al pueblo en sus discursos, pero como esposa se buscan a una González Capriles. Hablan mucho de barrios y pobreza, pero compran apartamentos en el “Alameda Classic” de El Rosal y en Santa Paula. Les tocan el tema de la inseguridad y como no la padecen se la toma a chiste. Se jactan de su “venenito” y termina envenenados.

martes, 17 de agosto de 2010

LIBROS: ¿Por quién doblan las campanas?


Después de haberla tenido guardada un buen tiempo, decidí por fin leer Por quién doblan las campanas de Ernest Hemingway. La conseguí barata en una librería de Sábana Grande y aunque el tema bélico no es de mis favoritos pensé que solo por un título como ese y por haber tenido su autor el tino de escoger la reflexión de John Donne para empezarla merecía ser leída.

Así que aprovechando que estaba de vacaciones en un pueblo donde no había mucho que hacer y me estaba quedando en un hotel en el que servían la cena a las 7:00 PM y después a la habitación, pues dediqué las noches a entrarle a las más de seiscientas páginas de la que es considerada una de las mejores obras del afamado autor estadounidense, ganador, entre otros, del Nobel.
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Y si elegí el verbo "entrarle" no fue por mera casualidad, ya que al principio me resultó bastante difícil comenzar a leer la novela. No engancha de entrada y es con un poco de empeño y fe en Hemingway, sobre todo eso, que se superan esas primeras páginas y se consigue uno, entonces sí, con el libro prometido. Un libro bueno, pero que a veces, me parece, y puede que en esto influya mi gusto anti-bélico, pierde el ritmo. Sucede precisamente cuando describe, con mucha precisión y poca gracia, las escenas de batallas, ataques, combates o sus preparativos, que se tornan confusas y muy difíciles de imaginar. Capítulos como el del ataque al campamento de "El Sordo" me llegaron a parecer, incluso, hasta prescindibles.

A pesar de esto, el libro goza de suficientes elementos como para brillar con luz propia. Puede que su mayor mérito sea captar en su más pura esencia todo lo que implica y significa una guerra civil. En tres días y con pocos personajes, Hemingway captura la guerra entera y cómo la vive y padece el pueblo llano, encarnado en esos "guerrilleros" con los que Robert Jordán se ve obligado a convivir para llevar a cabo su misión. La frase: "Nadie está exento. La guerra ha llegado y se ha llevado a todo el mundo por delante" resulta tan significativa como reveladora en cuanto muestra cómo el conflicto armado fue algo de lo que nadie pudo escapar y terminó siendo asunto de todos.

Como en toda guerra civil, la mayoría de los combatientes no son soldados entrenados para ella, sino gente común y corriente, por eso las reflexiones, sobre todo en voz del viejo Anselmo, en el capítulo 15, acerca de lo que significa matar tienen gran valor. A él no le gusta hacerlo, se siente fatal cuando le toca, llora, lo atormenta la sola idea y pasa buena parte de su tiempo reflexionando al respecto y pensando en la penitencia que luego habrán de realizar todos para expiar y pagar por los asesinatos cometidos. Allí queda en evidencia uno de los peores aspectos de la guerra: su capacidad de arrastrar y transformar a gente buena en asesinos, aún en contra de su voluntad. Y más cuando, como se dice en alguna parte del libro: “En una guerra uno nunca mata a quién querría matar. Bueno, casi nunca”.

Me llamó mucho la atención la pérdida de Dios y de la religión dentro del bando republicano, peleado con la iglesia. Expresiones como "la semana santa del que era Nuestro Señor" o "cuando teníamos un Dios" son comunes en ellos y sin embargo en los momentos cruciales muchos terminan rezando partes del Padrenuestro el Avemaría o la Salve. Pero a falta de Dios o religión está "la república". Ese concepto, del que cada quien piensa algo distinto y nadie sabe con certeza lo que es, termina siendo la utopía, esa cosa idealizada que sirve de aliciente cuando el ánimo y las ganas bajan o, peor aún, cuando llega la hora de matar. Es el fin supremo que justifica los medios. Toda acción, aunque el sentido común, la moral o los principios digan lo contrario, se justifica si ayuda a y es en pro de la república. Allí queda desnuda la lógica de la guerra: puede que esté mal, puede que no queramos, pero si es por la república se hace...lo triste es que al final, y esto se aprecia muy bien en el libro, nadie sabe con qué y cómo se come eso de república.

Una de las cosas que hay que agradecerle a Hemingway es haber tenido la suficiente amplitud mental como para no hacer una novela militante y panfletaria. A pesar de su simpatía por la causa republicana y a pesar de que Robert Jordán lucha con los republicanos contra los fascistas, en la novela se muestran de algún modo ambas caras de esa moneda de horror que fue la Guerra Civil española. La narración de Pilar de la toma “republicana” de su pueblo y la de María de la toma fascista del suyo, ambas con sus respectivas matanzas y dosis brutales de barbaridad e ignominia, permiten tener una noción clara de lo que fue ese conflicto de lado y lado.

De hecho, no faltan críticas para el bando republicano. Sin embargo, en lugar de detenerme en ellas me gustaría hacerlo en par de demoledoras frases que surgen de las reflexiones de Robert Jordán:

“¿Hubo jamás un pueblo como éste, cuyos dirigentes hubieran sido hasta ese punto sus propios enemigos?”

“Dios tenga piedad de los españoles. Cualquiera de sus dirigentes los traiciona”
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Sobran las palabras.

Con respecto a los personajes, el mejor de todos para mí fue Pilar, en quien con gran maestría Hemingway logró retratar a la mujer fuerte y severa de la España profunda. La españolidad, toda, se condensa en ella. Desde su forma de hablar hasta su fuerte carácter, pasando por la simpatía, el folclorismo, el gusto por el “cotilleo” y todas esas cosas que la convierten en el arquetipo de la española.

Por el contrario, María, el conejito, fue para mí un personaje insoportable. Gafa, tan insípida como el agua, sumisa hasta lo indigno e ingenua hasta la oligofrenia, todos sus diálogos eran cursis y empalagosos. En vez de ternura despertaba lástima, y en vez de ganas de protegerla, lo que generaba eran ganas de pegarle a ver si dejaba la estupidez. Con ella la trama romántica del libro, que tenía su peso e importancia, se diluyó completamente. ¡Y pensar que a Ingrid Bergman le tocó representar ese papel en el cine!

Podría seguir escribiendo sobre la novela, pero ya el cansancio puede conmigo. Si de concluir se trata diré que la experiencia de leerla ha sido bastante buena: Es un novelón, en el mejor sentido del término, totalmente recomendable, bien escrito, con unas reflexiones bastante acertadas, que permite (re)vivir de cerca lo que fue ese cruento episodio en la historia de España y que además, ya al final, te permiten entender por qué Donne tuvo razón cuando dijo que las campanas doblan por ti. Y me hubiese despedido con esa frase, pero lo hago con otra en la que Hemingway retrata en voz de Jordan a los españoles:

“Esta gente es maravillosa cuando es buena. No hay gente como ésta cuando es buena, y cuando es mala no hay gente peor en el mundo”

No se diga más.

viernes, 6 de agosto de 2010

Hermano: una buena película de barrio


Después de tanto buen comentario, tanto halago y tanta cosa decidí ver Hermano, película venezolana ganadora de tres premios del Festival Internacional de Cine de Rusia, pero que, a juzgar por todo lo oído y leído, iba ya camino a los Globos de Oro y en vía del Oscar.

Pues bien, la verdad es que el lunes salí del cine bastante perplejo y lleno de dudas. ¿Era esa película que acababa de ver la que decían que parecía de todo menos venezolana? ¿Era ese el film que iba a romper con los esquemas, arquetipos y clichés román-chalbaudianos? ¿Fue lo que vi en esos noventa minutos el “nuevo” cine venezolano que, ahora sí, nos va a elevar a la estratósfera del cine mundial?

Pues la verdad es que no.

Yo seguí viendo el mismo barrio, las mismas pistolas, los mismos malandros de siempre y escuchando las groserías de toda la vida con uno que otro neologismo estrato E. ¿Qué fue lo nuevo? ¿El fútbol? Sí, pero ¿era determinante? Aunque pudiera parecer lo contrario, en realidad no era más que parte de la forma, un elemento prescindible y sustituible sin el cual se podía contar la misma historia. De haberlo cambiado por béisbol, basket o, incluso, ya que andan tan de moda, por una de las Orquesta Juveniles de Abreu, en nada variaba la esencia de la película. El deporte rey no me pareció sino una excusa para otro drama de barrio en un año mundialista y con el Caracas FC como campeón, cosa que como estrategia, sí, es válida y buena, pero hasta allí.

Así que del cuentico de película futbolera poco, y del de innovadora como que tampoco.
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Ahora bien, ¿es necesariamente malo todo drama de barrio? No, y creo que Hermano es la muestra de ello: que hay películas de barrio que pueden llegar a ser si no excelentes –hasta ahora no he visto la primera que merezca ese calificativo- sí al menos digeribles y aceptables.

La historia tiene una carga dramática enorme, un final devastador y desmoralizante –mas no por ello menos real- y un mensaje que llama a la reflexión. He allí, quizás, su mayor virtud: que te lleva a pensar, lo cual es muy diferente a decirte qué pensar, como hacían en otras películas. Y eso, creo, viene dado por el acercamiento a la realidad del barrio, que, si bien es explotada con el mismo morbo de siempre, al menos se hace de una forma un poco más objetiva y menos interesada, sin esa especie de “yo-acuso” contra la sociedad en general y el espectador en particular tan común antaño. En pocas palabras: que no se trata de un panfleto que agita los complejos sociales ni estimula el odio de clases. Que no es hora y media de lamentos y monsergas contra “ellos” que lo tienen todo y “nosotros” que no tenemos nada. Que por fin se sale del cine sin cargar sobre la espalda con el peso endilgado de una realidad que no es culpa -mas sí problema, ojo- de uno.

A nivel actoral creo que está bien. Me ha gustado que en lugar de poner a las estrellitas de la tele a fingir acentos, poses y ademanes que les resultan tan impropios, cuando no incómodos, hayan buscado a par de chamos que, novatos o sí, al menos hacían creíbles los personajes. Uno veía al espabilado con cara de Raúl y al moreno grandulón que hacía de su hermano y se los creía. Parecían lo que representaban, aun cuando lo que representaban a veces caía en el saco roto del estereotipo y la frase hecha. Digo: que el hermano menor era muy, muy, bueno, no tomaba, no bailaba, quería irse temprano de las rumbas, se levantaba a hacer abdominales, impedía que su hermano mayor fuera un asesino, jugaba buen futbol, se sacrifica hasta lo increíble por el otro y se la pasaba agradeciendo a “mi mamá, que me salvó la vida”; vamos, un dechado de virtudes encarnado en un dieciseisañero de barrio.

Con lo que tiene que ver con fotografía, planos, tomas y tal, no digo ni ñe porque de lo que no sé no hablo y crítico formal de cine no soy. Solo un simple espectador que opina de lo que vio y ya. ¿Y qué fue lo que vi? Una película de barrio con toques de fútbol. Buena, sí, pero de barrio. Punto.

domingo, 1 de agosto de 2010

Postales del interior [I]

[I]: Sucedió en la ciudad, digo, pueblo, de Maracay. Estaba yo con mi papá acompañándolo a hacer un trabajo, dejamos el carro en un estacionamiento de los de antes, esos que están al nivel de la calle, en los que el piso tiene piedras y grama, los carros se estacionan donde pueden porque no hay líneas que los orienten, el tiket es un papelito con la hora anotada a mano y son atendidos por un señor en camiseta, blue-jean y un calzado que va a medio camino entre la alpargata, la babucha y el zapato.

Cuando íbamos de salida nos encontramos con la sorpresa de que estábamos siendo trancados por un carro blanco, elevado por un gato, sin el caucho trasero de la izquierda y sin dueño aparente. Nos acercamos a la choza con techo de zinc que hace las veces de caseta y allí estaban muy sentadotes y muy sonreidotes el que atiente el estacionamiento junto a un viejito pelo blanco, que resultó ser el dueño del carro. Así que después de plantearle el problema –“tenemos que irnos y su carro nos tranca”- el señor, tranquilazo él, dijo: “No, espérense a que me traigan el caucho de repuesto”. Quienes conozcan a mi papá –es decir, ninguno de uds- entenderán cómo y por qué no pasaron ni cinco minutos entre el momento cuando el señor pronunció la infausta frase hasta nuestra salida en carro del estacionamiento. Eso es normal. No así la reacción del dueño del carro, que se indignó todo, nos trató de desconsiderados y todavía no entiendo ni por qué ni cómo se convirtió casi en la víctima del asunto. Es decir, viene, se mete en el estacionamiento de su amigo, para su carro donde le da la gana, le quita el caucho, se sienta a hablar con el “compa”, pretende que uno espere infinidad de tiempo mientras le traen otro caucho y encima se molesta cuando lo cambia. No, pues. Pero pasó en Maracay.