Después de tanto buen comentario, tanto halago y tanta cosa decidí ver Hermano, película venezolana ganadora de tres premios del Festival Internacional de Cine de Rusia, pero que, a juzgar por todo lo oído y leído, iba ya camino a los Globos de Oro y en vía del Oscar.
Pues bien, la verdad es que el lunes salí del cine bastante perplejo y lleno de dudas. ¿Era esa película que acababa de ver la que decían que parecía de todo menos venezolana? ¿Era ese el film que iba a romper con los esquemas, arquetipos y clichés román-chalbaudianos? ¿Fue lo que vi en esos noventa minutos el “nuevo” cine venezolano que, ahora sí, nos va a elevar a la estratósfera del cine mundial?
Pues la verdad es que no.
Yo seguí viendo el mismo barrio, las mismas pistolas, los mismos malandros de siempre y escuchando las groserías de toda la vida con uno que otro neologismo estrato E. ¿Qué fue lo nuevo? ¿El fútbol? Sí, pero ¿era determinante? Aunque pudiera parecer lo contrario, en realidad no era más que parte de la forma, un elemento prescindible y sustituible sin el cual se podía contar la misma historia. De haberlo cambiado por béisbol, basket o, incluso, ya que andan tan de moda, por una de las Orquesta Juveniles de Abreu, en nada variaba la esencia de la película. El deporte rey no me pareció sino una excusa para otro drama de barrio en un año mundialista y con el Caracas FC como campeón, cosa que como estrategia, sí, es válida y buena, pero hasta allí.
Así que del cuentico de película futbolera poco, y del de innovadora como que tampoco.
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Ahora bien, ¿es necesariamente malo todo drama de barrio? No, y creo que Hermano es la muestra de ello: que hay películas de barrio que pueden llegar a ser si no excelentes –hasta ahora no he visto la primera que merezca ese calificativo- sí al menos digeribles y aceptables.
La historia tiene una carga dramática enorme, un final devastador y desmoralizante –mas no por ello menos real- y un mensaje que llama a la reflexión. He allí, quizás, su mayor virtud: que te lleva a pensar, lo cual es muy diferente a decirte qué pensar, como hacían en otras películas. Y eso, creo, viene dado por el acercamiento a la realidad del barrio, que, si bien es explotada con el mismo morbo de siempre, al menos se hace de una forma un poco más objetiva y menos interesada, sin esa especie de “yo-acuso” contra la sociedad en general y el espectador en particular tan común antaño. En pocas palabras: que no se trata de un panfleto que agita los complejos sociales ni estimula el odio de clases. Que no es hora y media de lamentos y monsergas contra “ellos” que lo tienen todo y “nosotros” que no tenemos nada. Que por fin se sale del cine sin cargar sobre la espalda con el peso endilgado de una realidad que no es culpa -mas sí problema, ojo- de uno.
A nivel actoral creo que está bien. Me ha gustado que en lugar de poner a las estrellitas de la tele a fingir acentos, poses y ademanes que les resultan tan impropios, cuando no incómodos, hayan buscado a par de chamos que, novatos o sí, al menos hacían creíbles los personajes. Uno veía al espabilado con cara de Raúl y al moreno grandulón que hacía de su hermano y se los creía. Parecían lo que representaban, aun cuando lo que representaban a veces caía en el saco roto del estereotipo y la frase hecha. Digo: que el hermano menor era muy, muy, bueno, no tomaba, no bailaba, quería irse temprano de las rumbas, se levantaba a hacer abdominales, impedía que su hermano mayor fuera un asesino, jugaba buen futbol, se sacrifica hasta lo increíble por el otro y se la pasaba agradeciendo a “mi mamá, que me salvó la vida”; vamos, un dechado de virtudes encarnado en un dieciseisañero de barrio.
Con lo que tiene que ver con fotografía, planos, tomas y tal, no digo ni ñe porque de lo que no sé no hablo y crítico formal de cine no soy. Solo un simple espectador que opina de lo que vio y ya. ¿Y qué fue lo que vi? Una película de barrio con toques de fútbol. Buena, sí, pero de barrio. Punto.
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