jueves, 28 de marzo de 2013

Y la Catedral fue un clamor




El núcleo duro del catolicismo caraqueño se reúne en la Catedral todos los Jueves Santos en la mañana para la Misa Crismal. Es probablemente la celebración menos conocida de la Semana Santa y por eso sólo van los más enterados. La concelebran todos los párrocos de la ciudad, junto con el Nuncio, los Obispos Auxiliares y el Cardenal, que es quien la preside. En ninguna otra misa se reúnen tantos sacerdotes (al menos uno por cada templo de la ciudad). Es la gran asamblea del clero.

Dado que por cada parroquia va una representación de fieles, es usual que la Catedral se desborde. Este jueves no fue la excepción y a eso de las 8:30 ya se encontraba repleta. Sólo el pasillo central, por donde entran en procesión los sacerdotes, estaba libre. De resto, no cabía un alma.

A diferencia de otras misas, en la Crismal los fieles participan con fervor. Saben cuando pararse, sentarse y arrodillarse, responden fuerte y correctamente, y dejan los pulmones en cada canto. Además, le ponen atención a la homilía, que ya es mucho decir.

Con la casulla dorada de las grandes fiestas, el palio de Arzobispo y el solideo rojo, Urosa disertaba en su homilía sobre las responsabildades que tienen los sacerdotes. Y de repente hizo un viraje, uno de sus típicos giros bruscos: "Es importante que procuremos presentar a Cristo como lo que es: Dios y hombre verdadero, inigualable e irrepetible", dijo a los sacerdotes. El énfasis lo puso en esas dos últimas palabras, que pronunció, casi, sílaba por sílaba.

"No podemos negociar, diluir esa verdad esplendorosa -continuó-. Cristo es la verdad encarnada, y por eso está en un nivel superior al de los héroes y líderes de la historia". Entonces comenzaron los aplausos. "No hay ni puede haber un Cristo nuevo", dijo con ese vozarrón que lo caracteriza, y las palmas aumentaron. "No podemos igualar a ningún gobernante, aunque le tengamos un inmenso afecto, con Jesucristo". Y ahí la Catedral se vino abajo. El aplauso fue estruendoso, inmenso. La gente se puso de pie. Urosa no pudo seguir. Trataba de hablar, pero los aplausos no lo dejaban. Incluso le cantaban vivas. Había dado en el punto.

Para entender bien la reacción es necesario pasearse por los alrededores de la Catedral. En cada poste de luz del caso histórico del centro de Caracas hay un afiche que dice, sobre una foto de Chávez, 'de tus manos brota lluvia de vida. Te amamos'. A una cuadra del templo se venden fotos de un Chávez convertido en nube que desde el cielo bendice y promete no abandonar al pueblo. No faltan los afiches donde el difunto presidente, crucifijo en mano y Sagrado Corazón de fondo, promete: 'Camarada, no temas ni desmayes que yo estaré contigo cada instante de la vida'. Eso lo vieron -mejor dicho: padecieron- los fieles que estaban en la Catedral, quienes también han tenido que escuchar a Nicolás Maduro decir que la elección del Papa Francisco se debió a la intercesión de Chávez, y que él, el difunto, es 'el Cristo redentor de los pobres de América'.

Todo eso estaba ahí, acumulado. Y explotó cuando desde su cátedra el Primado de Venezuela, con sus 70 años encima, puso las cosas en su sitio. Había en esos aplausos un por fin liberador, un gracias por decir lo que todos esperábamos, por levantar la voz ante tanto abuso. Era conmovedora la escena de una Catedral de pie aplaudiendo a su Obispo por defender a Cristo. Un auténtico signo de comunión.

"Es muy importante que tengamos esto en cuenta y así lo digamos los sacerdotes: no podemos promover la igualación de Jesucristo con personalidades humanas", indicó a los presbíteros cuando por fin pudo a hablar. Y dirigiéndose a su grei, les recordó las palabras de Jesús al Satanás: "Al Señor tu Dios adorarás y a-Él-só-lo darás culto".

En ningún momento mencionó a Chávez ni a Nicolás. No hacía falta: el mensaje era claro. Contundente.

"No caigamos en el error de usar nuestro lenguaje religioso para referirnos a ninguna actividad humana. Las categorías de salvación, redención, profecía; salvador, redentor, profeta, tienen su carácter dentro del ámbito teológico", resaltó.

La estocada la clavó finamente, con una frase sencilla pero elocuente, de esas que diciendo poco lo dicen todo, a las que no hay que añadirle más: "Divino, sólo Dios". Amén.

viernes, 8 de marzo de 2013

Hugo Chávez o la perdición del poder


Ezequiel Abdala

Hugo Chávez se fue callado. No pudo pronunciar ese último discurso que cerrara el círculo de sus interminables soliloquios. Su gran pieza retórica, la de despedida, quedó en hipótesis. Ni siquiera pudo decir adiós. Sólo hubo silencio. Un largo e impropio silencio de 87 días. Él, que hizo del gobierno un eterno mitin, que podía hablar sin despeinarse 9 horas seguidas; él, cuyo único talento indiscutible era el de la oratoria, murió en la más discreta mudez..
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El oxígeno, al parecer, le faltó en las últimas horas. Sus pulmones de fumador ya no dieron. Pero no fue eso lo que lo mató. Esa fue sólo la consecuencia de un mal que lo aquejó desde mucho tiempo atrás: el poder.

Esa escena inicial, la de él probando y experimentando por primera vez lo que era sentirse poderoso, es imposible de recrear. Difícilmente se pueda saber con exactitud cuál fue ese punto de inflexión, ese hito en su vida. Pero lo cierto es que le gustó. De eso no hay duda. Y así comenzó una carrera desenfrenada que lo llevó a acumular poder como pocos tuvieron en Venezuela.

Chávez era 'the boss', el gran beta. Podía hacer lo que le viniera en gana, que es el privilegio de los realmente poderosos. A nadie rendía cuentas, sólo su voluntad bastaba. Desde la pantalla, su sede de gobierno por excelencia, ordenaba, expropiaba, sentenciaba. Era capaz de lo mejor y de lo peor, de darles casa a unos damnificados y de condenar a prisión a una jueza inocente, de becar a niños humildes y de dejar sin empleo a 3000 trabajadores de RCTV, de construir el Cardiológico Infantil y mandar al infierno a un Cardenal que lo criticaba. Gerenciando era mediocre, pero odiando era implacable.

La riqueza y el lujo parecían no atraerle demasiado. Los disfrutó, cómo no. Comió bien, se vistió con ropa fina, usó buenos relojes, se alojó en costosos hoteles y viajó por todo el mundo en un avión de primera. Sin embargo, no parecía darle tanta importancia a eso. Gustarle, le gustaría, pero lo suyo era otra cosa, lo suyo era el poder. Eso sí lo deslumbraba. Eso lo perdió.

Fue habilidoso en reclutar a su personal. Supo leer en ellos frustraciones ancestrales, rencores de cien años, traumas no resueltos, necesidades insatisfechas; y ahí se afincó. A la jueza que forjaba actas la puso a presidir el TSJ, al chofer de metrobús lo llevó a la Cancillería, al economista marxista despreciado por sus colegas de la academia lo nombró Ministro de Economía. Y así creó una corte de eternos agradecidos. No era improvisación, era estrategia, la forma de asegurarse una lealtad inmarcesible. De tener más poder, que de eso se trataba todo.

Manejó a discreción un presupuesto descomunal. Nunca un presidente tuvo tanto dinero a su disposición. Lo repartió, pero sin criterio. Tuvo nobleza en la intención, pero de ahí no pasó. Regaló y no invirtió. Casi todo quedó en humo. Pan para esos gloriosos días de abundancia y hambre para los venideros. Hizo más llevadera de la vida de los pobres, la mejoró en algunos aspectos, pero no los sacó de la pobreza. Afuera usó ese dinero para ganar amistades y establecer alianzas. Como el niño rico de la cuadra pobre, que invita a sus vecinos al club, los mete en las fiestas de su casa y a veces los monta en el carro. Así fue, sobre todo con América Latina y el Caribe. Que haya robado es algo que no consta, que dejó robar a los suyos y se hizo el 'Don Tancredo' con las denuncias de corrupción fue evidente. Era de manual: mientras estés bien conmigo, hasta robar puedes, yo te protejo; si te volteas, ya verás. Más lealtad. Más control. Más poder.

Lo tuvo todo. No había quien mandara como él. La nueva 'dictadura perfecta', popular y con pinta de democracia, la instauró él. Fidel, su ídolo de infancia, era su pana de adultez, los presidentes de Suramérica lo idolatraban, la izquierda, con sus intelectuales y cantantes, lo mimaba. Líder, hombre fuerte de Venezuela, luz de Latinoamérica, espada de los pobres, azote del imperio, martillo de la oligarquía, heredero legítimo de Bolívar, esperanza del mundo entero.

Estaba en lo más alto, en la cumbre del Olimpo. Y entonces vino el cáncer. Lo que debió ser un 'cable a tierra', la ducha helada para bajar la fiebre de grandeza, se convirtió en la gran hazaña que completaría la epopeya y confirmaría que él era un ungido. Y ahí se jodió todo, Zavalita. Porque no fue ni siquiera negación, que todavía. Fue confiar ciegamente en un destino que no estaba escrito, en una propiedad curativa que el poder no tenía, en una inmortalidad que no existía.

Y no hubo quien por su bien le enseñara la roja, lo mandara a las duchas y a descansar. Lo dejaron seguir jugando, a sabiendas que la vida se le iba en ello. Eso fue lo peor. Porque a fin de cuentas él era el enfermo. Podía inventarse fábulas y ficciones, curaciones milagrosas atribuibles los espíritus de la sabana o sueños con un Bolívar que le decía que no moriría. Era comprensible. Pero los otros, los que estaban alrededor suyo, sanos, que sabían lo que pasaba, que veían el deterioro, que lo oían quejarse de los dolores, que lo recogían cuando se desmayaba, ellos, que podían detenerlo, al final resultaron ser el nido de escorpiones del que alguna vez habló Müller Rojas.

El crucifijo lo cargaba siempre en la mano, lo apretaba y besaba cada vez que podía. Peregrinó por cuanto templo y basílica encontró en Venezuela. Dijo que restauraría la Iglesia de La Candelaria, donde reposan los restos de José Gregorio, y que haría un santuario en Táchira para el Santo Cristo de la Grita. A cada santo le prometía una vela. "Estoy aferrado a Cristo", juraba. Pero en realidad se aferraba al poder. No cedía. Como el joven rico del Evangelio de Mateo, Chávez no pudo desprenderse de lo que tenía -¡es que era tan grande!- para seguir al Jesús que lo llamaba. Pretendió servir a dos señores, poder y Cristo, y eso no era posible. "O aborrecerá a uno y amará al otro, o se apegará a uno y despreciará al otro", había advertido hace casi dos mil años el de Nazaret.

Lealtad tuvo mucha, no así cariño. Porque si lo hubieran querido bien, de verdad, si hubiera habido amor y no temor, afecto y no interés, entonces hubieran impedido que se lanzara al abismo. Que eso al final fue la campaña: un abismo por el que se le terminó de ir la poca salud que le quedaba.

El esfuerzo fue devastador. Ya le costaba caminar. Necesitaba esteroides y altísimas dosis de calmantes para salir en tarima. A cada mitin le seguía una moridera. En cada uno iba dejando un poco de vida. Proverbial fue el cierre en Caracas, bajo el cordonazo de San Francisco. La naturaleza rebelándose, y él guapeando en tarima para que lo obedeciera. La misma soberbia del padre Bolívar haciéndose presente en el hijo putativo. Esa tarde bailó y saltó, y luego no pudo recorrer ninguna de las restantes 6 avenidas.

Al final ganó las elecciones. Lo logró, sí. Aguantó como un varón, también. Pero no le sirvió de nada. "Insensato, esta misma noche vas a morir, ¿y para quien será todo lo que has acumulado?". Es la parábola del granero rico que gasta la vida guardando fortuna para él y cuando llega al tope Dios le anuncia que morirá. Es la parábola de la última elección de Hugo Chávez. Porque ni juramentarse pudo. Dos meses después del “triunfo” se fue a Cuba para no volver.

Tuvo una agonía larga y dolorosa. Da la impresión de que la vida se la extendieron más de lo recomendable, sin importar el sufrimiento. Progresivamente fue perdiendo facultades. Por perder perdió hasta el habla. Era un muerto en vida, dependiente de máquinas y cables. Y ni aun así renunció. Ya no podía, tampoco convenía. Así de perverso y retorcido: en lo último de la vida tampoco valió el hombre sino el poder. Sí, el poder, su verdadero amor, su gran obsesión, su definitiva perdición.


sábado, 2 de marzo de 2013

Benedicto XVI, 'el desconocido'



Cuenta la leyenda, que consultado sobre las diferencias entre Juan Pablo II y Benedicto XVI, un experimentado vaticanista con la piel curtida en papas las resumió con la siguiente frase: a Juan Pablo II había que verlo, a Benedicto XVI hay que escucharlo.

Juan Pablo 'El Grande', como se le conoce, era el carisma hecho papa, una fuerza arrolladora de la naturaleza. Quedaba bien en las fotos, se movía con facilidad ante las cámaras, les imprimía dramatismo a sus discursos, sabía cuando hacer silencios o elevar un tono, manejaba una gestualidad impecable, propia de quien ha actuado en teatro -como en efecto era el caso-, y tenía un rostro que siempre transmitía simpatía. Lo dificil era no quererlo.

Ratzinger era otra cosa. De rasgos duros como buen alemán y serio como todo bávaro. Bibliotecas y libros eran lo suyo. Disfrutaba el debate intelectual y dar clases en la universidad. Esa era su única y deseada audiencia. Como diversión tenía el piano, instrumento favorito de los caracteres introvertidos. ¿Su mayor aspiración? Pasar sus últimos años en la Biblioteca del Vaticano.

En esas andaba ese anciano intelectual cuando de golpe le tocó sentarse en la Cátedra de Pedro. No sólo por la responsabilidad de ser Papa -'apacentar' casi 1200 millones de 'ovejas'- sino también por tener que sustituir a quien sustituía, el reto era duro. El pontificado de Juan Pablo II, largo por demás, acostumbró al mundo a un estilo de 'Papa-superstar'. No podía ser de otra forma cuando se conjugaron la más mediática de todas las eras con el más carismático de todos los papas. Y de ese modo crecieron varias generaciones, y  asumieron que Papa y papado eran, o mejor dicho, debían ser así. Pero así no era Benedicto.

A pesar de la presión, Benedicto XVI nunca pretendió, ni siquiera intentó, ser Juan Pablo II. Con una embolia cerebral en su historia médica y un marcapasos encima, amén de los 78 años, sacó fuerza para hacer varios y largos viajes apostólicos; así como valor para sobreponerse a su eterna timidez y enfrentarse a las multitudes. Cumplió con las nuevas exigencias del papado moderno, pero a su manera. De lento andar y largos silencios; rostro exiguamente expresivo y sonrisa poco fotogénica; mirada profunda, fija, y gestos sobrios; todos sus movimientos parecían siempre acompasados a una melodía clásica. A un mundo que iba, que va, demasiado rápido, le regaló un poco de quietud.

Quietud que creaba la atmósfera perfecta para dar, ese sí, su mayor regalo, el gran tesoro de su pontificado: sus textos. Con esa voz ronca y a veces débil fueron leídas algunas de las mejores reflexiones que yo he escuchado nunca. El Papa teólogo, el San Agustín moderno, el que como pocos trató de conciliar razón y fe -¡y lo llamaban inquisidor!- siempre estuvo a la altura. Supo combinar al intelectual, al académico y al pastor de almas, lo que hizo de sus textos, a la vez que riquísimos, fácilmente entendibles. Atesoro -que no guardo- decenas de ellos en mi computadora, y algunos, incluso, los tengo impresos y releo con frecuencia. Son obras maestras de la fe.

Lamentablemente, el mundo poco escuchó y leyó a Benedicto XVI. Como no sonreía bonito, como no era un hombre carismático, entonces lo condenaron. Lo de siempre: el prejuicio, el juzgar por encimita, sólo por la apariencia. 'Es que siempre está serio', 'es que no me transmite nada', 'es que mira como sale en la foto', 'es que no es como el otro Papa' y bla, bla, bla. De ahí no pasaban los argumentos de aquellos a los que no les gustaba.

Lo de la mula y el buey, que le ganó la antipatía navideña de mucha gente, fue paradigmático. Porque Joseph Ratzinger escribió una monumental trilogía sobre Jesús de Nazareth, en la que, entre otras, hay una explicación bellísima del Padrenuestro, una exposición magnífica del Sermón de la Montaña, una impresionante reflexión de la pasión de Cristo, y la gente se quedó con que en el tercer tomo el Papa decía que no hubo mula y buey en el pesebre. Una de las más grandes obras cristológicas de esta época -y si me apuran: de todos los tiempos-, y la gente –sin leerla, eso seguro- se queda con eso. Con la ausencia de la mula y el buey. Son los signos de estos paupérrimos tiempos.

Cuando en medio de un consistorio anunció su renuncia en latín -genio y figura-, volvieron las comparaciones. 'Juan Pablo II no se bajó de la cruz', clavó inmediatamente el aguijón su ex-secretario Stanislaw Dziwisz. 'Benedicto XVI se baja de la cruz', empezaron a repetir algunos. 'No abandono la cruz, sino que quedo de modo nuevo ante el Señor crucificado', explicó -diríase, respondió- en su última audiencia pública.

Lo de siempre. Pretendían y le exigían que fuera un Juan Pablo III, y no, no lo era, era Benedicto XVI, un hombre que navegó contracorriente, no por capricho o soberbia, sino porque no podía, no sabía ser de otra forma. Ya lo había explicado en Dios y el mundo: "Cada vida entraña su propia vocación. Tiene su propio código y su propio camino.". Él se dedicó a seguir el suyo. Qué lección para las mentes estrechas que no salen del molde y del estereotipo. Para quienes la 'imitatio' -no precisamente 'Christie', sino de la masa- es la única vía. Porque Benedicto XVI, digan lo que digan, fue un gran, un inmenso Papa. 


'El humilde' han propuesto llamarlo por lo de la renuncia. Y bien que le quedaría: del papado salió con algunas sotanas blancas, dos pares de zapatos, un reloj, algunos libros, un piano y unas partituras. Más nada. Sin embargo, por lo poco que lo leyeron, por lo mal que lo entendieron, por lo pésimo que lo interpretaron y por el inmenso Pontífice que se perdieron, yo lo llamaría, simplemente, 'el desconocido'. Así de simple, así de triste, así de trágico.


jueves, 28 de febrero de 2013

Gratias agens pro omnia, Benedicto XVI



Todavía recuerdo aquel “Habemus Papam” de 2005. Lo vi con la curiosidad de quien ve Discovery o National Geographic. Más comprometido con lo histórico del acontecimiento –desde 1978 no se elegía un Papa- que con el halo de fe que lo envolvía.

En aquellos años, la fe, si la había, no era algo fundamental. Católico era, sí, pero más por bautismo y tradición que por práctica y convicción. La religiosidad mía era a la carta: de lo poco que sabía, agarraba lo que me gustaba y me abstenía de lo que no, yo decidía en qué creía y en qué no, qué cumplía y qué no, qué hacía y qué no. Y el criterio de selección era tan básico como solo aceptar/creer lo que no chocara con esa vida hedonista de los dieciséis. En resumidas cuentas: el Evangelio según San Yo.

Poco me decía le elección de un Papa y menos si este era el Cardenal Ratzinger, la conjura de todos los males de acuerdo a la prensa. El ultra conservador, el nazi, el inquisidor, el rottwiller de la doctrina, el panzercardenal, el sin carisma, “la peor de todas las elecciones” –NoticieroDigital dixit-, en fin, la máquina de tiempo que nos retrocedería a la Edad Media y prendería hogueras en todas partes.

La señal parecía clara: por aquí, con este Papa, no es.

Pero la vida, que es muy rara, puso en mis manos un libro de él cuando yo buscaba -más bien, necesitaba- respuestas. Pasaba por un momento oscuro, de crisis, en el que la mayoría de las cosas habían perdido sentido; de confusión, turbulencia y duda. Un constante ‘¿por qué?’ me interpelaba a diario y un eterno silencio, el de no tener respuesta, me atormentaba.

Entonces comencé a leer frenéticamente. Leí a los griegos, a los existencialistas, a los agnósticos, a los ateos, a los gurús del siglo, a todos los que prometían tener una solución, que al final no llegaba. Y por no dejar, aprovechando una oferta, compré a 20 bolívares en una feria de libros Dios y el Mundo, una entrevista de casi 500 páginas hecha en el año 2000 por Peter Seewald, periodista, al entonces Cardenal Ratzinger en la Abadía de Montecasino.

No fue amor a primera vista, lo confieso. Había partes pesadas y complicadas que me obligaban a detenerme y releer. Lo llevaba poco a poco, pero a medida que avanzaba iba encontrando allí un indicio de sabiduría, de verdad, que me motivaba a seguir. La estructura del libro, pregunta-respuesta, era una bendición: Seewald, buen entrevistador -incisivo y provocador-, hacía muchas de las preguntas que yo me hacía, y Ratzinger, brillante entrevistado, las respondía con maestría.

Había partes más interesantes que otras –en aquel entonces, liturgia y canon, por ejemplo, no eran para nada de mi interés-. Sin embargo, Ratzinger era mucho Ratzinger e hilaba fino. En lo referente a Jesús, la fe, la vida y su sentido fue sencillamente magistral. La exposición del cristianismo como proyecto de vida fue de otro mundo. Y yo, ahí sí, caí rendido del caballo.

Varios muros de estereotipos fueron derribados con ese libro: poco tenía Ratzinger de lo que decían que era. Leyéndolo me encontré con el sobresaliente intelectual del que algunos hablaban, pero también con el hombre comprensivo, compasivo e indulgente que nadie reconocía. Que su verdad la defendiera razonando y argumentando, no imponiendo -“una fe irracional no es una verdadera fe cristiana”-, era una pieza que no calzaba, descompletaba y afeaba el rompecabezas del Santo Oficio. Que además tuviera la humanidad de decir, por ejemplo, que la condena más grande, la verdadera, el infierno, es perder la capacidad de amar y ser amado, era demasiado.

Cerrar el libro fue salir de la ceguera. El catolicismo no era ya esa cosa irracional, medio supersticiosa, entre decimonónica y tenebrosa, cargada de ritos, normas e imposiciones, sino que más bien se mostraba como una alternativa válida, una propuesta de vida interesante, desafiante, un reto, algo que valía la pena, con sentido. Sobre todo eso: sentido. El catolicismo se podía razonar, era pensado y tenía sentido. ¡Y me lo decía el “inquisidor intransigente”!

Esa fue la primera piedra de mi conversión, de mi vuelta la Iglesia. Fue esa exposición del cristianismo, humana y actual, que tenía mucho que decir en esta época y tenía con qué responder a los problemas de este tiempo, la que me movió a retomar el camino.

Fueron luego sus catequesis de los miércoles las que me enseñaron buena parte de lo que hoy en día sé de la fe. Fueron sus homilías y discursos, siempre oportunos, siempre a la altura, siempre brillantes, vitaminas para el alma, impulso en horas bajas y un llamado a no desistir y a perseverar. Fueron sus misas, celebradas con reverencia, esmero y cuidado, las que me hicieron valorar y entender lo que es la liturgia. Fue él la mano que Dios me tendió para redescubrir, profundizar y vivir lo más grande que tengo: la fe en Jesucristo. Fue, en definitiva, un hombre fundamental, que marcó y cambió mi vida, al que estaré eternamente agradecido y recordaré por siempre. 

¡GRATIAS AGENS PRO OMNIA, BENEDICTO XVI!