jueves, 15 de diciembre de 2011

Ese mito andante llamado Robert Pérez

Justificar a ambos lados

De Robert Pérez cuenta la leyenda –y lo pueden ratificar los empleados del Antonio Herrera Gutierrez- que es el primero que llega al estadio y el último que se va. Sus rutinas de trabajo han alcanzado el nivel del mito, y ya es casi un clásico velo ejercitarse en clubhouse larense. Dicen que entrena hasta en los feriados, que cuando se va de 4-0 hace el doble de ejercicio, y que hay veces que ni los peloteros más jóvenes son capaces de aguantarle el trote.

Algo de cierto habrá cuando el propio Phill Reagan llegó a jurar por siete cruces que jamás en su larga y beisbolera vida había visto a pelotero alguno entrenar como lo hacía Pérez. Era el año 2004 y el veterano estadounidense, para entonces mánager de Cardenales, no dejaba de admirarse y alabar en voz alta la disciplina y constancia de La Pared Negra. Amazing, amazing.

Fue en ese año, precisamente, cuando Pérez se vio obligado a someterse a una cirugía en el talón derecho, que lo tuvo de baja un tiempo y le dejó como secuela una leve cojera, apenas perceptible. Aquella operación parecía ser un punto de inflexión en su carrera, pero no pasó de ser una anécdota y nada más. La Pared Negra se recuperó y volvió, erguida, al béisbol.

Veinticuatro son las temporadas que acumula en la LVBP, todas con Cardenales de Lara, el equipo de sus amores, de su carrera y de su vida. “El Cardenal mayor”, le dicen. Es ya la última pieza que queda activa de aquella gloriosísima trinidad guara que conformó en los noventa junto a Luís Sojo y Giovanni Carrara, sus compadres; y ha jugado incluso con los hijos de José Escobar y Juan Querecuto, compañeros de otrora.

En todo este tiempo, Robert Pérez ha ido acumulando numeritos, rompiendo marcas e imponiendo records. Destronando a los ídolos de antaño y escribiendo su nombre con letras de oro en los libros de historia del béisbol. A Luís “Camaleón” García le quitó el record de impulsadas en 2006; a Antonio Armas, el de cuadrangulares en 2007 y el de más remolcadas en una final en 2008; a Vitico Davalillo, el de dobles en 2009. Actualmente es líder absoluto en todos esos departamentos, en los que acumula 693 producidas, 198 jonrones, 215 dobles y 58 impulsadas en finales.

A sus 42 años, el guerrero todavía no reposa. Ya no se le suele ver haciendo ese swing de gradas con el que a tantos pitchers martirizó en su época, sino que ahora busca hacer contacto, golpear la bola, ponerla en juego. Y ahí sigue.

El pasado 8 de noviembre, ante el pitcher Víctor Moreno, de Aragua, conectó su hit número 1290 y sobrepasó así a Teolindo “El loquito que inventó el hit” Acosta, para ubicarse como el segundo bateador con más imparables de la historia de la LVBP, solo por detrás de Vitico Davalillo, que tiene 1505. Casi 20 días después, el 27 de ese mismo mes, anotó su carrera número 600, con la que se puso en el cuarto lugar de todos los tiempos.

Su contrato con Cardenales, renovado este año, le otorga una temporada más en la LVBP. Después de eso, según el mismo ha dicho, se retirará. Lo hará en gloria, de eso no cabe duda, como uno de los peloteros históricos de esta liga y quizás el mejor que en ella haya jugado. La pregunta es, de acá a ese entonces, ¿cuáles otros records romperá? Eso no le preocupa. Como le dijo a Meridiano: “Si llegan, llegarán solos”. Que así sea.

lunes, 21 de noviembre de 2011

La "supremacía arrolladora" de los Yankees del 27

La fanaticada los bautizó como “El escuadrón de la muerte”. De ellos dijo Joe Judge, 1-B de los Senadores de Washington: “No sólo te apalean, te arrancan el corazón. Desearía que la temporada terminara ahora mismo para no tener que enfrentarlos otra vez”. Sus primeros seis bateadores eran conocidos como “la fila asesina”. Y con la perspectiva que da el paso del tiempo, han sido considerados como el mejor equipo de béisbol de la historia.



La temporada de 1927 comenzó para los Yankees el martes 12 de abril. Ese día, en un Yankee Stadium a reventar, con el derecho Waite Hoyt en la lomita durante los 9 innings que duró el encuentro, les ganaron a los Atléticos de Filadelfia ocho carreras a tres. Ese fue el debut del que luego sería considerado por los expertos como uno de los mejores, si no el mejor, equipo de béisbol de la historia.

A la de ese 12 de abril, le siguieron otras 109 victorias más a lo largo de la campaña, rompiendo así el record establecido en 1912 por los Boston Red Sox de 105 victorias en una temporada. De esas 110 victorias, 57 fueron en el Yankee Stadium, con lo cual, a su vez, empataron el record de ganados en casa de la Liga Americana.

Durante aquella campaña no hubo equipo que les ganara la serie particular. Mantuvieron un dominio casi absoluto sobre los St Luis Browns, contra quienes sólo perdieron un juego, el último de la serie, estableciendo así el record de más ganados contra un oponente (21 juegos, y en fila). El equipo que más se les acercó fueron los Cleeveland Indians, contra quienes la serie quedó 12-10. Mientras que ante su eterno rival, los Boston Red Sox, terminaron con record de 18-4.

Julio fue el mes en el que los Yankees ganaron más juegos: 24. A inicios de éste, específicamente el día 6, John Kierman, reportero de The New York Times, escribió: “No hay competencia en la Liga Americana, es una supremacía arrolladora”, para referirse al dominio de los Yankees, que en ese entonces le sacaban 11 juegos de ventaja al equipo que estaba en segundo lugar. A fin de temporada, esa cifra terminaría en 19, estableciendo otro record en la Liga Americana, de la cual quedaron campeones.

La Serie Mundial de ese año comenzó el 5 de octubre en el Forbes Field, hogar de los Pittsburgh Pirates. Donie Bush, mánager de los bucaneros, no fue muy optimista y así quedó registrado en una memorable frase dicha luego de ver la práctica de bateo de los Yankees antes del primer juego: “Entremos al campo y esperemos que no nos maten a todos”. Pero la espera fue vana: los Yankees ganaron el primero 5-4 y el segundo 5-2. Con dos de ventaja y jugando en casa, el dominio fue total: el tercer juego lo ganaron 8-1 y el cuarto 4-3, convirtiéndose así en el primer equipo de la Liga Americana en barrer a su oponente en el clásico de octubre.

OFENSIVA:

La piedra angular sobre la que se sustentó su exitosa campaña fue la ofensiva. Esa temporada fueron el equipo líder en average de bateo (.307) y establecieron el record de carreras anotadas, con 976 rayitas (75 más que Detroit, segundo en anotadas en la Liga Americana). De los 1357 innings en que batearon, anotaron en 447 (35,2%), con un promedio de 6,7 por juego. El equipo al que más carreras le hicieron fue Boston, con 171, mientras que ante el que menos anotaron fue Chicago, con solo 111. Ganaron 26 juegos con diferencia de 10 o más carreras, siendo el mayor score 25-1 contra los Senadores de Washington.

Fueron líderes en hits (1644), triples (103), jonrones (158) y RBI (908), estableciendo records no superados aún en las tres primeras categorías. Fueron el primer equipo de la Liga Americana con cuatro jugadores bateando más de 100 RBI en la misma campaña: Gehrig (175), Lazzeri (102), Meusel (103) y Ruth (164). Y sacaron una diferencia de 102 vuelacercas sobre el segundo equipo más jonronrero de la Liga Americana. Su OBP (.384), SLG (.488) y OPS (.872) todavía permanecen como records.

Todo eso lo lograron jugando en el que para entonces era el estadio de mayores dimensiones de las Grandes Ligas, el Yankee Stadium, que tenía 415 pies al leftfield, 490 al lef-center, 487 al centerfield, 429 al right-center y 344 al right field.

LA FILA ASESINA:

El apodo fue creado por un periodista deportivo norteamericano para describir a los seis primeros bateadoras del line-up de los Yankees de 1918. Sin embargo, comenzó a ser usado por los aficionados para referirse al equipo durante los años veinte, hasta que en 1927 readquirió su significado original. Estaba compuesta por Earle Combs, Mark Koening, Babe Ruth, Lou Gehrig, Bob Meusel y Tony Lazzeri, quienes, no obstante, sólo jugaron juntos en 53 juegos. Estos fueron sus números:

Jugador

Posición

JJ

Turnos

Hits

Avg

Slugging %

HR

CI

Combs, EarleEarle Combs

Center fielder

152

648

231

.356

.511

6

64

Koenig, MarkMark Koenig

Shortstop

123

526

150

.285

.382

3

62

Ruth, BabeBabe Ruth

Right fielder

151

540

192

.356

.772

60

164

Gehrig, LouLou Gehrig

First baseman

155

584

218

.373

.765

47

175

Meusel, BobBob Meusel

Left fielder

135

516

174

.337

.510

8

103

Lazzeri, TonyTony Lazzeri

Second baseman

153

570

176

.309

.482

18

102

LOS 60 DE RUTH:

En el primer juego de la temporada, Babe Ruth se fue de 3-0. Sin embargo, en el inning 1 del segundo juego, ante el derecho Howard Ehmke de los Philadelphia Atlhetics, y con 2 outs en la pizarra, “El Bambino” despachó su primer cuadrangular. Ese sería el inicio de una gesta histórica para el toletero, que culminaría 152 juegos después, el viernes 30 de septiembre, en el Yankee Stadium, cuando en el 8vo inning, ante el pitcher John Zachary de los Senadores de Washington, despachó su jonrón número 60, con el cual se superó a sí mismo y rompió el record establecido por él en 1921, de 59 jonrones en una temporada. Ésta, que se decía era la marca más querida por Ruth, fue superada en 1961 por Roger Maris, también jugador de los Yankees, quien despachó 61 jonrones en esa temporada.

EL PITCHEO:

Los pitchers de los Yankees recibieron, en 1389,2 innings lanzados, 1405 hits y permitieron 605 carreras. Regalaron 409 boletos y poncharon a 431 oponentes. Tuvieron la mejor efectividad del torneo (3.20), la cual bajaba a 2.75 cuando jugaban en el Yankee Stadium, mientras que en la carretera subía a 3.64. El mejor mes de los lanzadores fue septiembre, en el que registraron una efectividad colectiva de 2.48.

Seis de sus pitchers tuvieron al menos diez o más victorias, siendo Waite Hoyt el líder, con un record de 22-7. La sorpresa de la temporada fue Wiley More, un pitcher de 30 años proveniente de las Ligas Menores, que terminó la temporada con un record de 19-7 y como líder en efectividad del torneo, con 2.28.

LOS SALARIOS:

Para 1927, el sueldo promedio de los jugadores de los Yankees era $11.000, los cuales lucen irrisorios si se les compara con el actual, que es de $6,8 millones. El mejor pagado de la época era Babe Ruth ($70.000), a quien le seguían Earle Combs ($19,500), Herb Pennock ($17,500), Urban Shocker ($13,500) y Bob Meusel ($13.000). Lou Gehrig y Tony Lazzeri ganaban cada uno $8.000, mientras que Mark Koenig ganaba $7.000.

Como recuerda el periodista Juan Vené: “Estos Yankees no tenían días libres. Cuando no tenían juegos fijados en el calendario, se los imponían de exhibición”.

SALÓN DE LA FAMA:

Seis de los peloteros de aquel equipo se encuentran actualmente en el Salón de la Fama del béisbol: Babe Ruth, Lou Gehrig, Tony Lazzery, Earle Combs, Herb Pennock y Waite Hoyt. Junto a ellos también se encuentran en Cooperstown, el Gerente General Miller Huggins y el presidente Ed Barrow, por lo que la cifra final es de 8 miembros.

DATOS CURIOSOS:

  • · Fueron el cuarto equipo en la historia de la Liga Americana en registrar al mismo tiempo el mayor average de bateo (.307) y la menor efectividad (.320).
  • · El juego más largo de la temporada tuvo 18 innings y duró 4 horas 20 minutos. Fue el 5 de septiembre, y los Yankees perdieron 12-11 contra Boston.
  • · Ruth y Gehrig batearon jonrones seguidos (back-to-back) en 5 juegos.
  • · Anotaron 131 carreras en los primeros innings, siendo éstos los más productivos.
  • · Dos veces anotaron 9 carreras en un mismo inning
  • · Ruth (8) y Gehrig (6) fueron los únicos Yankees en batear jonrones en el Fenway Park
  • · Entre el 7 y el 19 de mayo los brazos de los Yankees blanquearon a los Chicagos White Sox durante 25 innings y 1/3
  • · El promedio de asistencia por juego en el Yankee Stadium fue de 15.117 personas, y la asistencia total de la temporada fue de 1.164.015.

jueves, 27 de octubre de 2011

Babe Ruth: Mortal y solo

El 13 de junio de 1948, día de San Antonio, cayó domingo. Mientras en Cuba se realizaban las elecciones en las que Prío Socarrás saldría ganador y la recién publicada novela 1984 de George Orwell era declarada libro del mes de EEUU, en Nueva York se conmemoraba el primer cuarto de siglo del ya entonces legendario Yankee Stadium. La ocasión fue propicia para retirar el no menos legendario número 3 de ese proverbial pelotero llamado George "Babe" Ruth, también conocido como "El Bambino".

George Herman Ruth nació en Baltimore el 6 de febrero de 1985. Hijo de dos humildes taberneros que se pasaban todo el día trabajando, Ruth creció a su suerte. Al no poder atenderlo y dándose cuenta de que siendo sólo un infante ya había agarrado los vicios de la calle (robar, fumar, beber), sus padres deciden internarlo a los siete años en un orfanato católico de los sacerdotes javieranos. Allí conoció al padre Matía Gilbert, quien lo enseñó e impulsó a jugar pelota.

A los 19 años, el propietario de los Orioles de Baltimore, Jack Dunn, conocido por su habilidad de cazar talentos, contrató a Ruth en el equipo. Tanto cuidado puso en el joven pelotero que a modo de broma sus compañeros lo llamaban "el bebé de Jack", de donde terminó derivando su legendario apodo de Babe. Su record de 14-6 con una recta bastante vistosa lo convirtió pronto en toda una atracción y en el objeto de deseo de los Medias Rojas de Boston, quienes fácilmente se hicieron con él cuando en 1914, tras una crisis económica, los Orioles decidieron venderlo.

Casi 6 años después, en la que es considerada la peor transacción de la historia del béisbol, los Medias Rojas les vendieron a los Yankees a Ruth por 125 mil dólares, y fue allí donde nació la leyenda. En su primer año con los bombarderos, "El Bambino" terminó con sluggin de .851 (el más alto de la historia) bateando 54 jonrones con los que rompió el record de 29, que también lo había establecido él. Tales eran la locura y la euforia que desataba, que por primera vez en la historia hubo taquilla de más de un millón de personas para ir a verlo, razón por la cual los Yankees, que compartían el estadio Polo Ground con los Giants, decidieron construir uno nuevo para ellos solos. En su segunda yankee-temporada, en 1921, la estrella brilló aún más rompiendo todos los records establecidos hasta entonces al batear 59 jonrones, impulsar 171 carreras y anotar 177, con las cuales llevó a los Yankees a ganar, por primera vez en la historia, el campeonato de la Liga Americana.

En 1923 se terminó de construir el Yankee Stadium, bautizado por la fanaticada como "la casa que Ruth construyó". La temporada comenzó con un jonrón de “Babe” el día de la inauguración del estadio y terminó con la obtención de la primera Serie Mundial de los Yankees de Nueva York, en la que, para variar, "el Bambino" la sacó tres veces del parque. A partir de allí, y a lo largo de las siguientes 12 temporadas, hasta su retiro en 1934, Ruth siguió aumentando su mito a punta de batazos y records hasta convertirse en ícono y paradigma del atleta talentoso y del beisbolista de poder.

Sin embargo, 25 años después de que bautizara el Yankee Stadium con la fuerza bendita de un épico jonrón, las cosas para Ruth eran muy diferentes. Un cáncer de laringe, diagnosticado tardíamente dos años antes, lo iba consumiendo poco a poco.

Aquel 13 de junio de 1948, día del retiro de su número, el cielo de Nueva York fue el mejor intérprete de la emoción y tristeza que embargaba a sus millares de seguidores y admiradores, y con una lluvia proverbial, metáfora de llanto celestial, amaneció la capital del mundo. Esto no fue obstáculo para que el Yankee Stadium volviera a vivir otro de esos legendarios llenazos que con Ruth se hicieron costumbre. Más bien fue el toque alegórico que la naturaleza puso a un día que no podía ser sino nostálgico.

Como hacía un cuarto de siglo, los sobrevivientes de aquel equipo de 1923 se encontraban en el Yankee Stadium. Fueron ellos quienes en el club house del equipo ayudaron a Ruth a ponerse su antiguo uniforme, que ya para ese momento le quedaba grande y holgado como si nunca le hubiera pertenecido. Y fueron también ellos quienes lo escoltaron en su entrada al terreno de juego, en la cual tuvo que apoyarse en su bate y usarlo como bastón para poder subir los escalones de la cueva.

Apenas pisó el campo comenzó la ovación. Mientras su delgada silueta emergía lenta y dificultosamente del club house y se dirigía pausadamente hasta el home plate, las 50.000 almas que acudieron al estadio se pusieron de pie y le brindaron entre aplausos, vítores y vivas el mejor y más sentido de los homenajes. Ese momento fue inmortalizado en una frase por el periodista Wilfred C.Heizn de The New York Sun: "Caminó mientras escuchaba el sonido de la fanaticada, que debía conocer mejor que cualquier otro hombre".

Después pronunciar unas breves palabras y de hacer algunos amagos de swing, Ruth se sentó tranquilo a ver como sus compañeros, aquellos héroes que en 1923 junto a él le dieron a los Yankees su primera Serie Mundial, jugaban un partido de exhibición a 3 innings, en el cual él, de lo débil que estaba, no pudo participar. Porque Ruth se moría y lo sabía. Así se lo dijo entre lágrimas al final de esa tarde a su excompañero "Jumping Joe" Duncan: "Me estoy yendo, Joe". Y efectivamente, 2 meses y 3 días después, el 16 de agosto a las 8:01 PM, Georgen Herman Ruth, el prodigioso beisbolista que a punta de batazos cambió para siempre el juego, construyó un estadio y se convirtió en leyenda, se fue.

BABE RUTH Y YO

Para todo fanático de los Yankees la figura de Babe Ruth es el primer objeto de culto, si no de veneración, que hay en el equipo. Sus records, vida e historia son de conocimiento obligatorio para todo aquel que se precie de ser fanático de los también llamados "Bombarderos del Bronx". Dentro de la "yankeelogía" en general y la "BabeRuthlogía" en particular aquella tarde del 13 de junio de 1948 ocupa un lugar especial. Está escrita con indeleble y dolorosa tinta en la memoria afectiva del equipo y se encuentra entre los primeros y más tristes recuerdos de ese entonces, igualado solo quizás por aquella otra tarde de 1939, también infausta, en la que se despidió a Lou Gehrig.

Para quienes no pensábamos ni remotamente nacer en aquel entonces, quedaron varias crónicas, algunos libros y una que otra fotografía, entre ellas una inolvidable de ese momento en el que el número 3 de “El Bambino” Ruth fue retirado. Esa foto fue precisamente la que le hizo merecer el Pulitzer de Fotografía de 1949 a Nathaniel Fein del New York Herald Tribune. Aparece Ruth con su tres en la espalda, encorvado, apoyado con la mano derecha en el bate y cargando su gorra con la izquierda. A su derecha los héroes del 23, todos de pie, y un par de fotógrafos de rodilla. En el fondo, la tribuna completamente llena.



Durante muchos años esta fue para mí la representación por excelencia de aquella tarde, símbolo de gloria y tristeza e ícono de despedida. Babe Ruth y su número tres estaban asociados indefectiblemente a ella. Sin embargo, una nueva foto apareció en el panorama. La encontré cuando buscaba alguna sobre la cual hacer un trabajo de fotografía periodística. La reconocí instantáneamente y su aparición produjo en mí una discreta euforia, ya que era la otra cara de la moneda, el envés de ese haz fotográfico que estaba en mi recuerdo, la instantánea que alguno de los fotógrafos que aparecen en la foto del Pulitzer pudo haber tomado.



Es una foto estéticamente agradable y fotográficamente correcta (simplicidad, regla de los tercios). Hay en ella eso que Barthes llamaba “studium”. Ruth aparece, por primera vez, de frente. Está parado justo en la frontera que marca la raya de cal que dibuja el diamante, con ambos pies en zona buena y el bate en la zona mala. Todo su cuerpo, y eso es bastante notorio en la foto, se apoya sobre el madero como cruel metáfora de lo inclemente de la vida. El bate, ese que fue el instrumento con el que subió al cielo de las estrellas, ese con el que se hizo el más temible bateador de la época, ese que dominó como pocos, quedó convertido por (des)ventura del destino en el sostén de su frágil humanidad.

Los pliegues del uniforme, sobre todo en el área de las piernas, hacen que sea notoria la pérdida de peso de la que era víctima por causa de la enfermedad. El uniforme rayado con el que tantos records rompió y cuya ganadora y memorable historia ayudó a forjar como pocos, ahora lo delataba como señalando a un impostor y diciendo que ese débil cuerpo no era el de aquel que lo llevó a obtener la gloria inmarcesible del triunfo.

La cara de Ruth, no obstante, habla bastante poco. Quizás porque a causa de la sombra que hace la gorra no se le ven los ojos, siempre los más reveladores, de su expresión no se puede decir mucho. No sonríe, pero tampoco se le ve triste o desolado. Simplemente está allí.

De fondo están las gradas del estadio. Llama de ellas la atención que se encuentran prácticamente vacías. Alguna que otra persona se divisa débilmente al fondo, pero nada más. Ni a cien llegan. ¿Por qué? Desde la primera vez que vi la foto y durante todas las veces que la he detallado no he dejado de repetirme esta pregunta: ¿por qué no está llena esa grada? Ese curioso detalle me punza, me inquiere, me inquieta e incluso me fastidia. Ese, parafraseando a Barthes, es el "punctum" de la foto.

Tal vacío me ha removido y me ha llamado y llevado a la acción. A analizar que por el ángulo en el que fue tomada la foto y por la posición en que él se encuentra dentro del terreno, esa grada debe corresponder a la del center field del campo. A restar que si el aforo de aquel Yankee Stadium era de 58.000 personas y las crónicas del momento hablan de 50.000 presentes, entonces esas 8.000 que deben faltar son las de esa grada. Pero, ¿por qué no están esas personas allí?, ¿por qué no fueron?, ¿o es que fueron y por causa de la lluvia prefirieron resguardarse mientras escampaba? ¿Por qué ese vacío?

Como no le he conseguido explicación, al menos me he consolado con una interpretación más o menos literaria: la grada vacía como símbolo de la soledad del enfermo, como representación de la triste realidad de Ruth en ese instante. En la foto del Púlitzer él está de espalda, su tres inmortal es lo que queda y de fondo están sus compañeros del 23 y una tribuna repleta. Es una gloria triste, con sabor a despedida, pero gloria al fin. En esta foto, por el contrario, el hombre enfermo y disminuido está de frente, tiene rostro, se le ve (cosa importante), y en ese vacío de atrás está la desolación de una enfermedad que acaba con todo.

La muerte de Ruth, que efectivamente sucedió tiempo después, es gritada y casi profetizada en esta foto, de todas, quizás, la más humana y por eso la más dramática. Porque también la del Pulitzer profetiza su muerte, pero una muerte en gloria, una muerte épica, cuya consumación da inmediato origen al nacimiento, sin ese obstáculo de la vida, a una auténtica e inmortal leyenda. Cosa que no pasa en ésta, en la que quien morirá es un hombre con estampa de enfermo y rostro sereno. Un hombre de carne y hueso, y, como todos, mortal. Mortal y solo.

jueves, 24 de marzo de 2011

La soledad del huelguista...

Mientras Vilca Fernández cosía sus labios dentro de la ambulancia, el panorama en la Francisco de Miranda era desolador: había más periodistas, camarógrafos y fotógrafos que sociedad civil. A cincuenta no llegábamos. Pónganle cuarenta, metan en ese saco a los de logística, y va que chuta la cifra. Políticos, ninguno; dirigentes estudiantiles, uno: Diego Sharifker, presidente de la FCU-UCV. Más nadie.

Era un poco más de la 1 PM y la transitada arteria víal mantenía su frenético ritmo: carros y gente iban y venían. Alguna que otra persona se paraba, veía a lados tratando se buscar respuesta y seguía. La vida transcurría como si tal al son de la cotidianidad caraqueña. Pero no allí y no para nosotros, a quienes el tiempo nos lo marcaban la ambulancia y lo que estaba sucediendo adentro.

Con el monóxido de carbono se respiraban en dosis iguales expectativa, tristeza y resignación. Todos sabíamos que iba a pasar precisamente lo que hubiésemos querido que no pasara y cada quien lo llevaba como podía. Unos fumando, algunos hablando, otros caminando de un lado a otro y así. Los camarógrafos, que tenían rodeada la ambulancia, eran la medida para saber cuan cerca o lejos estábamos del momento cumbre: cámaras arriba, se acerca; cámaras abajo, a esperar.

Y durante mucho tiempo estuvieron abajo y un par de veces subieron en vano. Hasta que se acabó lo que se daba: la puerta de la ambulancia se abrió, camarógrafos y fotógrafos a golpes y empujones, a trancas y barrancas, empezaron a hacer lo suyo, y Fernández salió. La imagen la tengo fresca: chaqueta tricolor, mirada abúlica, puño en alto y medio labio cosido. Lo dije en twitter y lo ratifico acá: fue fuerte.

Se trató de uno de esos momentos en los que algo se quiebra y se desbordan las pasiones: lágrimas de las señoras, aplausos de los señores, el himno entonado por alguna garganta, insultos, maldiciones y desconcierto general. Yo, que tiendo más a la parquedad y al estoicismo, respiré profundo y traté de buscarle el lado racional a lo que simple y llanamente era la imagen de la sinrazón y el sinsentido.

Y no lo digo por Fernández, cuya acción es discutible y yo particularmente no comparto, quien al final no es sino una víctima de varios verdugos: la indolencia criminal de un gobierno incapaz de atender un reclamo justo, la indiferencia abismal de una sociedad que habla y twittea mucho y muy bien pero no se mueve ni conmueve y mucho menos presiona ante un hecho así, y el sectarismo y celo casi suicidas de una dirigencia estudiantil que a veces se empeña en parecerse mucho -y en lo malo- a sus abuelos de la mal llamada cuarta.

"Aquí hay dignidad" fue lo que, como pudo, balbuceó al final. Yo le creí. Imposible no hacerlo viniendo de alguien que aún en el peor estado de indefensión y soledad se mantiene en su ley y lucha por lo que cree. Recordé a aquellos cantantes argentinos que son hermanos: "somos pocos, pero buenos". En este caso poquísimos. No digo más.

jueves, 24 de febrero de 2011

Huelguistas, parrilla e inspiración...

De los huelguistas de hambre tengo varias percepciones. Por un lado me parecen idiotas, por otro egocéntricos y por otro francamente admirables. Idiotas porque creen que una huelga de hambre puede ser un método de lucha, cuando luchar lo que implica es acción y nada más pasivo que sentarse a dejar de comer. Egocéntricos porque solo con un ego lo suficientemente inflamado es que se puede suponer que el mundo dejará de hacer lo que hace si tu no comes. Y admirables porque de verdad hay que tener coraje y creencias firmes para dejar de comer y poner en riesgo la vida por una idea o una causa.

Con todos sus defectos, los huelguistas son el último reducto de pureza y convicción en esta época de relatividad. Son el idealismo elevado a la idiocia, pero idealismo al fin. Quijotes de peor castellano que luchan contra totalitarismos inescrupulosos con la candidez del que ve en ellos molinos de viento. De allí que me originen sentimientos ambivalentes que se mueven entre la auténtica ternura que producen los equivocados de buena fe y la desesperanza que generan los que después de más de una década siguen sin entender nada. Pero también, y sobre todo, me suscitan respeto. Porque se juegan la vida por lo que creen sin hacerle daño a nadie.

Por eso lo de la parrillada psuvista frente a la sede de la OEA, donde se desarrollaba la huelga de hambre, cayó tan mal. Fue un acto absolutamente miserable que sirvió para dejar en evidencia la mendicidad moral, la ruindad de espíritu y la falta de principios de quienes la pretendieron hacer. Fue un acto cruel. De mala entraña, que dirían por allá en España.

En esa parrilla se condensó como pocas veces esa Venezuela que no quiero ni me gusta: la indolente, la que no respeta, la que se burla de todo y todos, la que no tiene límites, la que presume de la carne que come y la que cree que con un trozo de ella se pueden quebrantar voluntades y negociar principios. La que en definitiva carece de valores.

Y como ahora sufro de bloqueos, crisis de inspiración y demás cosas ridículas y snobistas -mea máxima culpa-, lo dejo hasta acá. Sé que a esto le faltan un par de párrafos para redondearlo, pero en fin...

domingo, 23 de enero de 2011

Sufrimiento caraquista...

A mediados de noviembre tenía encima una preocupación un tanto extraña. “¿Qué pasa que el béisbol no me está emocionando como siempre? ¿Será que ya no soy tan caraquista?”. Aunque la cosa podía parecer banal o pueril, para mí era grave y estaba tomando visos de tragedia: había transcurrido casi mes y medio de temporada y yo, fanático un tanto apasionado -caraquista con todas las de la ley, vamos-, no estaba para nada conectado con los Leones. No veía los juegos, no seguía al equipo, no estaba pendiente de los resultados. Nada de nada.

Sabía que el Caracas se la pasaba cruzando la frontera de los .500, que un día entraba y al siguiente salía de la clasificación, y que en resumidas cuentas le estaba yendo mal. Dentro de mis existenciales y filosóficas reflexiones no dejaba de preguntarme si inconscientemente era por eso, porque perdía, que yo no lo estaba siguiendo, lo cual me asustaba y a la vez asqueaba ya que significaba entonces que yo, que en temporadas pasadas me creía y sentía caraquista como el que más, no era en el fondo sino un pantallero, especie desagradable y un tanto despreciable compuesta, entre otros, por actores/actrices de Venevisión que se ponen la camiseta para que los/las ponchen en la transmisión, niñas bonitas y no tanto pero sifrinitas siempre que no saben quien es Orber Moreno, y pavitos BassProShop-Quicksilver que se quedan lelos cuando les hablan de un 'squeeze play'.

En esas se me pasaba noviembre hasta que, cuando la eliminación parecía inminente, decidí ponerme a ver los juegos. Como los buenos capitanes, me hundiría con el equipo. Me tragaría sus errores, me calaría sus derrotas, soportaría el chalequeo y, en fin, sufriría con ellos, lo que nunca haría un pantallero. Era la prueba de fuego y estaba dispuesto a tomarla.

Pasé el primer examen con el no-hit no-run del magallanero Antonhy Lerew, que lo sentí en el alma y me arrechó burda. Pero luego, milagrosa e inesperadamente, el equipo revivió. Y no solo revivió, sino que lo hizo de forma tal que terminó clasificando de primero al round robin. Eran días más que felices en los que cada juego significaba una alegría y ser caraquista era lo más fácil del mundo. Yo, por supuesto, me hallaba en constante estado de júbilo y me sentía conectado con el equipo. El clic se había pasado y la magia había vuelto.

La noche de la clasificación me encontré a los peloteros en el lobby del hotel y me emocioné como carajito con Niño Jesús. El solo hecho de verlos, tomarme una foto, darles la mano y felicitarlos hizo de aquella una gran noche que todavía recuerdo con cierta y feliz nostalgia. Era otro indicio, sin duda.

Sin embargo, eran tiempos de vacas gordas y en estos, insisto, todos son/somos caraquistas. Hasta que llegaron los tiempos de vacas flacas con su día D: el juego extra de ayer ante Tigres. Fue allí cuando terminé con las dudas estúpidas y las preguntas pendejas y me (re)confirmé caraquista de verdad y casta. Porque cómo dolió y qué mal se sintió ese juego.

Cada carrera de Tigres fue un golpe fuerte y cada ponche, rolling o fly de los Leones, un dolor. Los 6 últimos outs fueron estaciones de vía crucis, la cual más sufrida que la otra. Ligaba con fuerza, con todo, y como respuesta puras decepciones. Vi el último out casi con santa resignación y apenas se concretó apagué el TV. Dejé el radio prendido porque Fernando Arreaza y Humberto Acosta, si bien no daban consuelo –no existía nada que lo diera en ese momento-, al menos acompañaban en el duelo.

Fue una noche mala, muy mala. Tanto que a las 11 PM ya estaba acostado con la luz apagada. De fondo tenía el audio libro Desde el estadio con los Leones en el tiempo –gracias sean dadas a Mary Montes por grabarlo y a Bob Abreu por producirlo- en el que se relatan los mejores y más insignes episodios de esa “fábrica de sueños”, como la definió Padrón, que son los Leones del Caracas.

Así que entre la grandeza del Chico Carrasquel, el sensacional guante y mejor bate de Vitico, las inigualables hazañas de Urbano Lugo padre y Urbanito Lugo Jr., el poderío de Pete Koegel, los jonrones de Baudilio y Armas, los registros de Marcano Trillo, la clase de Vizquel en el short, la fuerza y carisma del gran Gato Galarraga, la simpatía y talento del Comedulce Abreu y, en resumidas cuentas, la gloria nunca igualada de este equipo, entre todo eso, decía, fue que dormí.

Lo hice triste, sí, pero confirmándome totalmente CARAQUISTA, en mayúscula, que es como debe escribirse. Porque estando en la derrota, que siempre es huérfana, es cuando uno se da cuenta de estas cosas y solo cuando se es CARAQUISTA una derrota puede doler y sentirse tanto.

Vendrán tiempos mejores, pero mientras, a sufrir otro poco. Lo dicho, no somos buenos perdedores y la derrota nos pone malos.

miércoles, 19 de enero de 2011

La llamada de Ugueth, el mitin de Hudgens, el bate de Kroeger y la reivindicación de Castillo


Que no iba a ser un juego fácil, eso estaba decretado: Caracas prácticamente se jugaba la vida, luego de 3 derrotas seguidas, ante su acérrimo y moderno rival de estos últimos años, los Tigres de Aragua, en su cuasi invicta casa, el José Pérez Colmenares de Maracay.

Que no iba a ser un juego normal, eso no estaba decretado pero se podía intuir desde el mismo momento en que Humberto Acosta contaba que al finalizar el juego del domingo Ugueth Urbina había llamado desde la cárcel a José Castillo y a Jesús Guzmán para recordarles en tono de regaño que la que vestían era la camiseta de los Leones del Caracas y que por ella debían, de ser necesario, dejar el "pellejo" en el terreno. Así que Ugueth, nuestro chico malo, el apagafuegos de casta y recta dura, la historia de final infeliz dentro de esta épica de humildad, pobreza y barrio que es el béisbol en Venezuela, dio el aldabonazo desde abismo donde su irracional actuar lo condenó, para ponerles los puntos sobre las íes a los caballos modernos y un tanto descarriados del equipo.

Hubo aparte de la llam
ada otro elemento extraño que hacía prever lo extraordinario del encuentro: un mitin convocado por Hudgens en el clubhouse antes de cantado el 'play ball'. Lo que se dijo o no, como sucede en estos casos, quedó entre los peloteros, el mánger y las paredes de la cueva, que a pesar de tener oídos, a conveniencia se quedan sordas.

Total que a las 7:30 PM del 17 de enero el Caracas saltó al terreno a jugarse la vida ante unos Tigres deseosos de quitársela y un público ávido de ver cómo la perdían.

La cosa, no obstante, comenzó bien. Blanco se embasó con un sencillo, Marwin "Maravilla" González lo llevó a 3ra y Kroeger al plato con par de hits, González anotó por error de Solarte, Guzmán recibió boleto y así, con dos carreras en la alta del primero, sin outs, 1ra y 2da llena, vino a batear "el soldado" Ryan...y de repente un toque. Un inexplicable toque. Otro de tantos. Ordenado por Hudgens -"quería sacarle dos carreras más con un hit grande a Rincón"- y castigado con implacable severidad por los dioses del béisbol -a Kroeger lo retiraron en 3ra y luego Castillo bateó para dobleplay-. De esa forma se abortó un gestante rally y se oxigenó a un asfixiado y tarambana Juan Rincón, que terminó lanzando 5 inings.


Los Tigres, por su parte, no se hicieron esperar: en el mismo primer ining empataron el juego -boleto a Romero y hits consecutivos de Ramos, Giménez y Milledge con 2 outs- . En la parte alta del 4to "El Tanque" Maldonado la sacó por el center y en la baja Milledge anotó con foul fly de sacrificio de Solarte.


En ese dame que te doy andaban, hasta que en el 5to los de Aragua acabaron con la paridad al anotar dos, y una más en el 6to. El juego estaba 3-6 y el estadio se venía abajo al grito de "eeeeeeeliminados". No eran buenos momentos para los caraquistas.


En la baja del 7mo par de carreras esperanzadoras para el Caracas y en la alta una expulsión que lucía cuasi-trágica: habiendo lanzado sólo una bola, Scott Patterson salía botado del encuentro luego de una acalorada disputa con el umpire Junior Chacón, que casi termina en golpes. Allí parecieron sonar las trompetas del apocalipsis caraquista, porque con Patterson se iba la garantía de un cero. En su lugar salió Víctor Gárate, quien se paró como un hombre en la lomita y sacando casta de león y brazo de campeón hizo los deberes y detuvo lo que en ese momento, sentíamos, era el desmoronamiento del equipo.

Desmoronamiento, no obstante, que volvimos a palpar, allí sí más claro, cuando abriendo el 8vo, con Padrón en 1ra vía boleto y Carlos Maldonado al bate -hasta ese momento de 3-2 con jonrón-, ordenó Hudgens otro de sus geniales toques. Como no podía ser de otra manera, el béisbol volvió a castigar al impenitente y díscolo mánager con un dobleplay que estaba más cantado que himno en primaria bolivariana, ya que si Maldonado es un tanque, Padrón es una nevera de dos puertas y ambos son el antónimo del sustantivo velocidad.

Después de ese dobleplay la cosa se puso verdaderamente negra; “muy fea”, que diría Beto Perdomo. Pero el béisbol es el béisbol, no se acaba hasta que se termina y 'justo cuando crees que lo tienes dominado, se voltea y te da un puñetazo en la nariz' -Mike Schmidt-.

Gregor Blanco, siempre diligente a la hora de la chiquita, abrió el 9no ining con sencillo al center. El toque estaba cantado y a la vez, dados los antecedentes, era temido, pero Marwin, no sin sobresaltos –al principio le salió un fly en faul-, lo hizo de “maravilla” y movió a Gregor a la 2da. Al bate vino Josh Kroeger en un turno que bien valía un MVP. Directo del bullpen le trajeron de regalito al zurdo Rich Rundles, efectivísimo ante siniestros, que rapidito lo puso en 0-2. Pero Kroeger fue mucho Kroeger. Sabía lo que se jugaba y lo que debía hacer: “Tenía que batallar ese turno ante Rundles. Había que empatar ese juego como fuera”, declaró luego. Así que con gringa frialdad pidió tiempo, abandonó el plato, entró al dogout y salió con bate nuevo. Demasiado jefe, como dijeron por allí.

Ligado por los millones de caraquistas que seguíamos la transmisión, con el futuro del equipo en su misterioso bate y el peso de tan enorme responsabilidad, no perdonó una recta alta y adentro del zurdo tigrero y la mandó a la izquierda. Con el batazo se silenció el estadio. Gregor corrió y anotó de pie, y Kroger, más pesadilla y más MVP que nunca, le puso un mundo a la carrera y de cabeza llegó quieto a la 2da, desde donde celebró entre eufórico, adrenalínico, exaltado y emocionado el haberlo hecho de nuevo, el haber respondido en la hora en la que valen los batazos y se demuestra de qué material está hecho el pelotero.

Con el juego empatado a seis, el Chucho Guzmán recibió boleto y Redman se ponchó tirándole. Quiso entonces el destino, que es caprichoso y siempre actúa de forma extraña, que hubiera cambio de pitcher para que José Castillo se enfrentara a Víctor Moreno. Duelo interesante tomando en cuenta que días antes, en El Universitario, Moreno humilló a Castillo con un ponche harto celebrado y que posteriormente en unas soberbias declaraciones el pitcher dijo que en aquella ocasión había boleado intencionalmente a Guzmán porque quería enfrentar a Castillo, al que tenía "dominado".

Total que el béisbol, tan implacable como generoso a la hora de las segundas oportunidades, se la ponía en bandeja de plata al caraquista: con un batazo se reivindicaría ante los fanáticos, ante Urbina -que lo veía desde la cárcel- y además se sacaría la espinita del ponche. Salvaría el honor. Claro que tampoco la tenía fácil: la versión de Víctor Moreno que tenía en frente era esa a la que "no le dan ni foul", como bien definió un comentarista de TV, y él, Castillo, no estaba, ni de lejos, como en los tiempos en los que El Universitario se le rendía al ritmo de El Hacha.

Pero algo tienen estos peloteros-caballos del Caracas. Un algo indefinible que los hace responder, luego de fallar infinidad de veces, en la hora menguada, la de los hombres. Y eso, responder, fue lo que hizo Castillo, "el dominado", cuando más se le requería: conectó un hit al left, que enmantequilló a Milledge -el béisbol ayuda- y se terminó convirtiendo en un doble productor de dos rayitas -Kroeger anotó, de cabeza nuevamente, desde la 2da; y Guzmán hizo lo propio en rauda carrera desde 1ra-. El pitado y despreciado Castillo se reivindicó, y de qué manera, ante todos y especialmente ante sí mismo, que vaya si lo necesitaba.

Juan Carlos Gutiérrez, que tampoco se había visto bien, fue el encargado de cerrar el 9no. Con una dinámica ponche, boleto, ponche, boleto, ponche, con la que nos puso de los nervios, logró el cometido. Cuando Luís Maza con 2 outs y en 2 strikes abanicó el envío de “Bola 8”, una inmensa emoción nos embargó a todos. En el terreno se vio una celebración grande, casi de campeonato, digna de una victoria que fue sufrida, trabajada, parida y, precisamente por eso, sentida.

Son estos juegos, los que se mueven entre lo divino y lo profano, lo mágico y lo mundano, en los que se beben hiel y miel, los que quedan inmarcesibles en la memoria y alimentan el anecdotario colectivo. Por eso esta larga crónica: para no olvidar.