sábado, 2 de marzo de 2013

Benedicto XVI, 'el desconocido'



Cuenta la leyenda, que consultado sobre las diferencias entre Juan Pablo II y Benedicto XVI, un experimentado vaticanista con la piel curtida en papas las resumió con la siguiente frase: a Juan Pablo II había que verlo, a Benedicto XVI hay que escucharlo.

Juan Pablo 'El Grande', como se le conoce, era el carisma hecho papa, una fuerza arrolladora de la naturaleza. Quedaba bien en las fotos, se movía con facilidad ante las cámaras, les imprimía dramatismo a sus discursos, sabía cuando hacer silencios o elevar un tono, manejaba una gestualidad impecable, propia de quien ha actuado en teatro -como en efecto era el caso-, y tenía un rostro que siempre transmitía simpatía. Lo dificil era no quererlo.

Ratzinger era otra cosa. De rasgos duros como buen alemán y serio como todo bávaro. Bibliotecas y libros eran lo suyo. Disfrutaba el debate intelectual y dar clases en la universidad. Esa era su única y deseada audiencia. Como diversión tenía el piano, instrumento favorito de los caracteres introvertidos. ¿Su mayor aspiración? Pasar sus últimos años en la Biblioteca del Vaticano.

En esas andaba ese anciano intelectual cuando de golpe le tocó sentarse en la Cátedra de Pedro. No sólo por la responsabilidad de ser Papa -'apacentar' casi 1200 millones de 'ovejas'- sino también por tener que sustituir a quien sustituía, el reto era duro. El pontificado de Juan Pablo II, largo por demás, acostumbró al mundo a un estilo de 'Papa-superstar'. No podía ser de otra forma cuando se conjugaron la más mediática de todas las eras con el más carismático de todos los papas. Y de ese modo crecieron varias generaciones, y  asumieron que Papa y papado eran, o mejor dicho, debían ser así. Pero así no era Benedicto.

A pesar de la presión, Benedicto XVI nunca pretendió, ni siquiera intentó, ser Juan Pablo II. Con una embolia cerebral en su historia médica y un marcapasos encima, amén de los 78 años, sacó fuerza para hacer varios y largos viajes apostólicos; así como valor para sobreponerse a su eterna timidez y enfrentarse a las multitudes. Cumplió con las nuevas exigencias del papado moderno, pero a su manera. De lento andar y largos silencios; rostro exiguamente expresivo y sonrisa poco fotogénica; mirada profunda, fija, y gestos sobrios; todos sus movimientos parecían siempre acompasados a una melodía clásica. A un mundo que iba, que va, demasiado rápido, le regaló un poco de quietud.

Quietud que creaba la atmósfera perfecta para dar, ese sí, su mayor regalo, el gran tesoro de su pontificado: sus textos. Con esa voz ronca y a veces débil fueron leídas algunas de las mejores reflexiones que yo he escuchado nunca. El Papa teólogo, el San Agustín moderno, el que como pocos trató de conciliar razón y fe -¡y lo llamaban inquisidor!- siempre estuvo a la altura. Supo combinar al intelectual, al académico y al pastor de almas, lo que hizo de sus textos, a la vez que riquísimos, fácilmente entendibles. Atesoro -que no guardo- decenas de ellos en mi computadora, y algunos, incluso, los tengo impresos y releo con frecuencia. Son obras maestras de la fe.

Lamentablemente, el mundo poco escuchó y leyó a Benedicto XVI. Como no sonreía bonito, como no era un hombre carismático, entonces lo condenaron. Lo de siempre: el prejuicio, el juzgar por encimita, sólo por la apariencia. 'Es que siempre está serio', 'es que no me transmite nada', 'es que mira como sale en la foto', 'es que no es como el otro Papa' y bla, bla, bla. De ahí no pasaban los argumentos de aquellos a los que no les gustaba.

Lo de la mula y el buey, que le ganó la antipatía navideña de mucha gente, fue paradigmático. Porque Joseph Ratzinger escribió una monumental trilogía sobre Jesús de Nazareth, en la que, entre otras, hay una explicación bellísima del Padrenuestro, una exposición magnífica del Sermón de la Montaña, una impresionante reflexión de la pasión de Cristo, y la gente se quedó con que en el tercer tomo el Papa decía que no hubo mula y buey en el pesebre. Una de las más grandes obras cristológicas de esta época -y si me apuran: de todos los tiempos-, y la gente –sin leerla, eso seguro- se queda con eso. Con la ausencia de la mula y el buey. Son los signos de estos paupérrimos tiempos.

Cuando en medio de un consistorio anunció su renuncia en latín -genio y figura-, volvieron las comparaciones. 'Juan Pablo II no se bajó de la cruz', clavó inmediatamente el aguijón su ex-secretario Stanislaw Dziwisz. 'Benedicto XVI se baja de la cruz', empezaron a repetir algunos. 'No abandono la cruz, sino que quedo de modo nuevo ante el Señor crucificado', explicó -diríase, respondió- en su última audiencia pública.

Lo de siempre. Pretendían y le exigían que fuera un Juan Pablo III, y no, no lo era, era Benedicto XVI, un hombre que navegó contracorriente, no por capricho o soberbia, sino porque no podía, no sabía ser de otra forma. Ya lo había explicado en Dios y el mundo: "Cada vida entraña su propia vocación. Tiene su propio código y su propio camino.". Él se dedicó a seguir el suyo. Qué lección para las mentes estrechas que no salen del molde y del estereotipo. Para quienes la 'imitatio' -no precisamente 'Christie', sino de la masa- es la única vía. Porque Benedicto XVI, digan lo que digan, fue un gran, un inmenso Papa. 


'El humilde' han propuesto llamarlo por lo de la renuncia. Y bien que le quedaría: del papado salió con algunas sotanas blancas, dos pares de zapatos, un reloj, algunos libros, un piano y unas partituras. Más nada. Sin embargo, por lo poco que lo leyeron, por lo mal que lo entendieron, por lo pésimo que lo interpretaron y por el inmenso Pontífice que se perdieron, yo lo llamaría, simplemente, 'el desconocido'. Así de simple, así de triste, así de trágico.


2 comentarios:

  1. Excelente.
    Como ya te lo han manifestado antes: Tienes el don de la palabra (escrita). Cultívalo y cautívanos.

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  2. Muy bien, Ezequiel!
    Me parece excelente esta reflexión que has escrito. Concuerdo contigo en muchas cosas. Como lo mencionas, Benedicto XVI es un ser humano más inclinado a lo intelectual, a la interpretación de la palabra. No vimos más allá de la apariencia que reflejaba, solo leyendo sus escritos podemos logralo. La mayoría del pueblo católico, no supo dar el verdadero sentido de esa palabra "católico" a Benedicto XVI y él tal vez lo entendió o como lo escribiste, él se dedico a seguir su camino.
    Mis respeto y augurio por tu trabajo.

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