jueves, 28 de febrero de 2013

Gratias agens pro omnia, Benedicto XVI



Todavía recuerdo aquel “Habemus Papam” de 2005. Lo vi con la curiosidad de quien ve Discovery o National Geographic. Más comprometido con lo histórico del acontecimiento –desde 1978 no se elegía un Papa- que con el halo de fe que lo envolvía.

En aquellos años, la fe, si la había, no era algo fundamental. Católico era, sí, pero más por bautismo y tradición que por práctica y convicción. La religiosidad mía era a la carta: de lo poco que sabía, agarraba lo que me gustaba y me abstenía de lo que no, yo decidía en qué creía y en qué no, qué cumplía y qué no, qué hacía y qué no. Y el criterio de selección era tan básico como solo aceptar/creer lo que no chocara con esa vida hedonista de los dieciséis. En resumidas cuentas: el Evangelio según San Yo.

Poco me decía le elección de un Papa y menos si este era el Cardenal Ratzinger, la conjura de todos los males de acuerdo a la prensa. El ultra conservador, el nazi, el inquisidor, el rottwiller de la doctrina, el panzercardenal, el sin carisma, “la peor de todas las elecciones” –NoticieroDigital dixit-, en fin, la máquina de tiempo que nos retrocedería a la Edad Media y prendería hogueras en todas partes.

La señal parecía clara: por aquí, con este Papa, no es.

Pero la vida, que es muy rara, puso en mis manos un libro de él cuando yo buscaba -más bien, necesitaba- respuestas. Pasaba por un momento oscuro, de crisis, en el que la mayoría de las cosas habían perdido sentido; de confusión, turbulencia y duda. Un constante ‘¿por qué?’ me interpelaba a diario y un eterno silencio, el de no tener respuesta, me atormentaba.

Entonces comencé a leer frenéticamente. Leí a los griegos, a los existencialistas, a los agnósticos, a los ateos, a los gurús del siglo, a todos los que prometían tener una solución, que al final no llegaba. Y por no dejar, aprovechando una oferta, compré a 20 bolívares en una feria de libros Dios y el Mundo, una entrevista de casi 500 páginas hecha en el año 2000 por Peter Seewald, periodista, al entonces Cardenal Ratzinger en la Abadía de Montecasino.

No fue amor a primera vista, lo confieso. Había partes pesadas y complicadas que me obligaban a detenerme y releer. Lo llevaba poco a poco, pero a medida que avanzaba iba encontrando allí un indicio de sabiduría, de verdad, que me motivaba a seguir. La estructura del libro, pregunta-respuesta, era una bendición: Seewald, buen entrevistador -incisivo y provocador-, hacía muchas de las preguntas que yo me hacía, y Ratzinger, brillante entrevistado, las respondía con maestría.

Había partes más interesantes que otras –en aquel entonces, liturgia y canon, por ejemplo, no eran para nada de mi interés-. Sin embargo, Ratzinger era mucho Ratzinger e hilaba fino. En lo referente a Jesús, la fe, la vida y su sentido fue sencillamente magistral. La exposición del cristianismo como proyecto de vida fue de otro mundo. Y yo, ahí sí, caí rendido del caballo.

Varios muros de estereotipos fueron derribados con ese libro: poco tenía Ratzinger de lo que decían que era. Leyéndolo me encontré con el sobresaliente intelectual del que algunos hablaban, pero también con el hombre comprensivo, compasivo e indulgente que nadie reconocía. Que su verdad la defendiera razonando y argumentando, no imponiendo -“una fe irracional no es una verdadera fe cristiana”-, era una pieza que no calzaba, descompletaba y afeaba el rompecabezas del Santo Oficio. Que además tuviera la humanidad de decir, por ejemplo, que la condena más grande, la verdadera, el infierno, es perder la capacidad de amar y ser amado, era demasiado.

Cerrar el libro fue salir de la ceguera. El catolicismo no era ya esa cosa irracional, medio supersticiosa, entre decimonónica y tenebrosa, cargada de ritos, normas e imposiciones, sino que más bien se mostraba como una alternativa válida, una propuesta de vida interesante, desafiante, un reto, algo que valía la pena, con sentido. Sobre todo eso: sentido. El catolicismo se podía razonar, era pensado y tenía sentido. ¡Y me lo decía el “inquisidor intransigente”!

Esa fue la primera piedra de mi conversión, de mi vuelta la Iglesia. Fue esa exposición del cristianismo, humana y actual, que tenía mucho que decir en esta época y tenía con qué responder a los problemas de este tiempo, la que me movió a retomar el camino.

Fueron luego sus catequesis de los miércoles las que me enseñaron buena parte de lo que hoy en día sé de la fe. Fueron sus homilías y discursos, siempre oportunos, siempre a la altura, siempre brillantes, vitaminas para el alma, impulso en horas bajas y un llamado a no desistir y a perseverar. Fueron sus misas, celebradas con reverencia, esmero y cuidado, las que me hicieron valorar y entender lo que es la liturgia. Fue él la mano que Dios me tendió para redescubrir, profundizar y vivir lo más grande que tengo: la fe en Jesucristo. Fue, en definitiva, un hombre fundamental, que marcó y cambió mi vida, al que estaré eternamente agradecido y recordaré por siempre. 

¡GRATIAS AGENS PRO OMNIA, BENEDICTO XVI!

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