Todavía recuerdo aquel “Habemus Papam” de 2005.
Lo vi con la curiosidad de quien ve Discovery o National Geographic. Más
comprometido con lo histórico del acontecimiento –desde 1978 no se elegía un
Papa- que con el halo de fe que lo envolvía.
En aquellos años, la fe, si la había, no era algo fundamental. Católico era, sí, pero más por bautismo y
tradición que por práctica y convicción. La religiosidad mía era a la carta: de lo poco que sabía, agarraba lo que me gustaba y me abstenía de lo que no, yo decidía en qué creía
y en qué no, qué cumplía y qué no, qué hacía y qué no. Y el criterio de
selección era tan básico como solo aceptar/creer lo que no chocara con esa vida hedonista de los dieciséis. En resumidas cuentas: el
Evangelio según San Yo.
Poco me decía le elección de un Papa y menos si
este era el Cardenal Ratzinger, la conjura de todos los males de acuerdo a la
prensa. El ultra conservador, el nazi, el inquisidor, el rottwiller de la
doctrina, el panzercardenal, el sin carisma, “la peor de todas las elecciones”
–NoticieroDigital dixit-, en fin, la máquina de tiempo que nos retrocedería a
la Edad Media y prendería hogueras en todas partes.
La señal parecía clara: por aquí, con este Papa,
no es.
Pero la vida, que es muy rara, puso en mis
manos un libro de él cuando yo buscaba -más bien, necesitaba- respuestas. Pasaba
por un momento oscuro, de crisis, en el que la mayoría de las cosas habían perdido sentido; de confusión, turbulencia y duda. Un constante ‘¿por qué?’ me interpelaba a diario y un eterno silencio, el de no tener respuesta, me atormentaba.
Entonces comencé a leer frenéticamente. Leí a los griegos, a los existencialistas, a los agnósticos, a los ateos, a los gurús del siglo, a todos los que prometían tener una solución, que al final no llegaba. Y por no dejar, aprovechando una oferta, compré a 20 bolívares en una feria de libros Dios y el Mundo, una entrevista de casi 500 páginas hecha en el año 2000 por Peter Seewald, periodista, al entonces Cardenal Ratzinger en la Abadía de Montecasino.
Entonces comencé a leer frenéticamente. Leí a los griegos, a los existencialistas, a los agnósticos, a los ateos, a los gurús del siglo, a todos los que prometían tener una solución, que al final no llegaba. Y por no dejar, aprovechando una oferta, compré a 20 bolívares en una feria de libros Dios y el Mundo, una entrevista de casi 500 páginas hecha en el año 2000 por Peter Seewald, periodista, al entonces Cardenal Ratzinger en la Abadía de Montecasino.
No fue amor a primera vista, lo confieso. Había
partes pesadas y complicadas que me obligaban a detenerme y releer. Lo llevaba
poco a poco, pero a medida que avanzaba iba encontrando allí un indicio de sabiduría, de verdad, que me motivaba a seguir. La
estructura del libro, pregunta-respuesta, era una bendición: Seewald, buen
entrevistador -incisivo y provocador-, hacía muchas de las preguntas que yo me
hacía, y Ratzinger, brillante entrevistado, las respondía con maestría.
Había partes más interesantes que
otras –en aquel entonces, liturgia y canon, por ejemplo, no eran para nada de
mi interés-. Sin embargo, Ratzinger era mucho Ratzinger e hilaba fino. En lo
referente a Jesús, la fe, la vida y su sentido fue sencillamente magistral. La
exposición del cristianismo como proyecto de vida fue de otro mundo. Y yo, ahí
sí, caí rendido del caballo.
Varios muros de estereotipos fueron derribados con ese
libro: poco tenía Ratzinger de lo que decían que era. Leyéndolo me encontré con
el sobresaliente intelectual del que algunos hablaban, pero también con el hombre
comprensivo, compasivo e indulgente que nadie reconocía. Que su verdad la
defendiera razonando y argumentando, no imponiendo -“una fe irracional no es
una verdadera fe cristiana”-, era una pieza que no calzaba, descompletaba y
afeaba el rompecabezas del Santo Oficio. Que además tuviera la humanidad de
decir, por ejemplo, que la condena más grande, la verdadera, el infierno, es perder la
capacidad de amar y ser amado, era demasiado.
Cerrar el libro fue salir de la ceguera. El
catolicismo no era ya esa cosa irracional, medio supersticiosa, entre decimonónica
y tenebrosa, cargada de ritos, normas e imposiciones, sino que más bien se
mostraba como una alternativa válida, una propuesta de vida interesante, desafiante, un
reto, algo que valía la pena, con sentido. Sobre todo eso: sentido. El catolicismo se podía
razonar, era pensado y tenía sentido. ¡Y me lo decía el “inquisidor
intransigente”!
Esa fue la primera piedra de mi conversión, de mi vuelta la Iglesia. Fue esa exposición del cristianismo,
humana y actual, que tenía mucho que decir en esta época y tenía con qué
responder a los problemas de este tiempo, la que me movió a retomar el camino.
Fueron luego sus catequesis de los miércoles las que me enseñaron buena parte de lo que hoy en día sé de la fe. Fueron sus homilías y discursos, siempre oportunos, siempre a la altura, siempre brillantes, vitaminas para el alma, impulso en horas bajas y un llamado a no desistir y a perseverar. Fueron sus misas, celebradas con reverencia, esmero y cuidado, las que me hicieron valorar y entender lo que es la liturgia. Fue él la mano que Dios me tendió para redescubrir, profundizar y vivir lo más grande que tengo: la fe en Jesucristo. Fue, en definitiva, un hombre fundamental, que marcó y cambió mi vida, al que estaré eternamente agradecido y recordaré por siempre.
Fueron luego sus catequesis de los miércoles las que me enseñaron buena parte de lo que hoy en día sé de la fe. Fueron sus homilías y discursos, siempre oportunos, siempre a la altura, siempre brillantes, vitaminas para el alma, impulso en horas bajas y un llamado a no desistir y a perseverar. Fueron sus misas, celebradas con reverencia, esmero y cuidado, las que me hicieron valorar y entender lo que es la liturgia. Fue él la mano que Dios me tendió para redescubrir, profundizar y vivir lo más grande que tengo: la fe en Jesucristo. Fue, en definitiva, un hombre fundamental, que marcó y cambió mi vida, al que estaré eternamente agradecido y recordaré por siempre.
¡GRATIAS AGENS PRO OMNIA, BENEDICTO XVI!