domingo, 23 de enero de 2011

Sufrimiento caraquista...

A mediados de noviembre tenía encima una preocupación un tanto extraña. “¿Qué pasa que el béisbol no me está emocionando como siempre? ¿Será que ya no soy tan caraquista?”. Aunque la cosa podía parecer banal o pueril, para mí era grave y estaba tomando visos de tragedia: había transcurrido casi mes y medio de temporada y yo, fanático un tanto apasionado -caraquista con todas las de la ley, vamos-, no estaba para nada conectado con los Leones. No veía los juegos, no seguía al equipo, no estaba pendiente de los resultados. Nada de nada.

Sabía que el Caracas se la pasaba cruzando la frontera de los .500, que un día entraba y al siguiente salía de la clasificación, y que en resumidas cuentas le estaba yendo mal. Dentro de mis existenciales y filosóficas reflexiones no dejaba de preguntarme si inconscientemente era por eso, porque perdía, que yo no lo estaba siguiendo, lo cual me asustaba y a la vez asqueaba ya que significaba entonces que yo, que en temporadas pasadas me creía y sentía caraquista como el que más, no era en el fondo sino un pantallero, especie desagradable y un tanto despreciable compuesta, entre otros, por actores/actrices de Venevisión que se ponen la camiseta para que los/las ponchen en la transmisión, niñas bonitas y no tanto pero sifrinitas siempre que no saben quien es Orber Moreno, y pavitos BassProShop-Quicksilver que se quedan lelos cuando les hablan de un 'squeeze play'.

En esas se me pasaba noviembre hasta que, cuando la eliminación parecía inminente, decidí ponerme a ver los juegos. Como los buenos capitanes, me hundiría con el equipo. Me tragaría sus errores, me calaría sus derrotas, soportaría el chalequeo y, en fin, sufriría con ellos, lo que nunca haría un pantallero. Era la prueba de fuego y estaba dispuesto a tomarla.

Pasé el primer examen con el no-hit no-run del magallanero Antonhy Lerew, que lo sentí en el alma y me arrechó burda. Pero luego, milagrosa e inesperadamente, el equipo revivió. Y no solo revivió, sino que lo hizo de forma tal que terminó clasificando de primero al round robin. Eran días más que felices en los que cada juego significaba una alegría y ser caraquista era lo más fácil del mundo. Yo, por supuesto, me hallaba en constante estado de júbilo y me sentía conectado con el equipo. El clic se había pasado y la magia había vuelto.

La noche de la clasificación me encontré a los peloteros en el lobby del hotel y me emocioné como carajito con Niño Jesús. El solo hecho de verlos, tomarme una foto, darles la mano y felicitarlos hizo de aquella una gran noche que todavía recuerdo con cierta y feliz nostalgia. Era otro indicio, sin duda.

Sin embargo, eran tiempos de vacas gordas y en estos, insisto, todos son/somos caraquistas. Hasta que llegaron los tiempos de vacas flacas con su día D: el juego extra de ayer ante Tigres. Fue allí cuando terminé con las dudas estúpidas y las preguntas pendejas y me (re)confirmé caraquista de verdad y casta. Porque cómo dolió y qué mal se sintió ese juego.

Cada carrera de Tigres fue un golpe fuerte y cada ponche, rolling o fly de los Leones, un dolor. Los 6 últimos outs fueron estaciones de vía crucis, la cual más sufrida que la otra. Ligaba con fuerza, con todo, y como respuesta puras decepciones. Vi el último out casi con santa resignación y apenas se concretó apagué el TV. Dejé el radio prendido porque Fernando Arreaza y Humberto Acosta, si bien no daban consuelo –no existía nada que lo diera en ese momento-, al menos acompañaban en el duelo.

Fue una noche mala, muy mala. Tanto que a las 11 PM ya estaba acostado con la luz apagada. De fondo tenía el audio libro Desde el estadio con los Leones en el tiempo –gracias sean dadas a Mary Montes por grabarlo y a Bob Abreu por producirlo- en el que se relatan los mejores y más insignes episodios de esa “fábrica de sueños”, como la definió Padrón, que son los Leones del Caracas.

Así que entre la grandeza del Chico Carrasquel, el sensacional guante y mejor bate de Vitico, las inigualables hazañas de Urbano Lugo padre y Urbanito Lugo Jr., el poderío de Pete Koegel, los jonrones de Baudilio y Armas, los registros de Marcano Trillo, la clase de Vizquel en el short, la fuerza y carisma del gran Gato Galarraga, la simpatía y talento del Comedulce Abreu y, en resumidas cuentas, la gloria nunca igualada de este equipo, entre todo eso, decía, fue que dormí.

Lo hice triste, sí, pero confirmándome totalmente CARAQUISTA, en mayúscula, que es como debe escribirse. Porque estando en la derrota, que siempre es huérfana, es cuando uno se da cuenta de estas cosas y solo cuando se es CARAQUISTA una derrota puede doler y sentirse tanto.

Vendrán tiempos mejores, pero mientras, a sufrir otro poco. Lo dicho, no somos buenos perdedores y la derrota nos pone malos.

miércoles, 19 de enero de 2011

La llamada de Ugueth, el mitin de Hudgens, el bate de Kroeger y la reivindicación de Castillo


Que no iba a ser un juego fácil, eso estaba decretado: Caracas prácticamente se jugaba la vida, luego de 3 derrotas seguidas, ante su acérrimo y moderno rival de estos últimos años, los Tigres de Aragua, en su cuasi invicta casa, el José Pérez Colmenares de Maracay.

Que no iba a ser un juego normal, eso no estaba decretado pero se podía intuir desde el mismo momento en que Humberto Acosta contaba que al finalizar el juego del domingo Ugueth Urbina había llamado desde la cárcel a José Castillo y a Jesús Guzmán para recordarles en tono de regaño que la que vestían era la camiseta de los Leones del Caracas y que por ella debían, de ser necesario, dejar el "pellejo" en el terreno. Así que Ugueth, nuestro chico malo, el apagafuegos de casta y recta dura, la historia de final infeliz dentro de esta épica de humildad, pobreza y barrio que es el béisbol en Venezuela, dio el aldabonazo desde abismo donde su irracional actuar lo condenó, para ponerles los puntos sobre las íes a los caballos modernos y un tanto descarriados del equipo.

Hubo aparte de la llam
ada otro elemento extraño que hacía prever lo extraordinario del encuentro: un mitin convocado por Hudgens en el clubhouse antes de cantado el 'play ball'. Lo que se dijo o no, como sucede en estos casos, quedó entre los peloteros, el mánger y las paredes de la cueva, que a pesar de tener oídos, a conveniencia se quedan sordas.

Total que a las 7:30 PM del 17 de enero el Caracas saltó al terreno a jugarse la vida ante unos Tigres deseosos de quitársela y un público ávido de ver cómo la perdían.

La cosa, no obstante, comenzó bien. Blanco se embasó con un sencillo, Marwin "Maravilla" González lo llevó a 3ra y Kroeger al plato con par de hits, González anotó por error de Solarte, Guzmán recibió boleto y así, con dos carreras en la alta del primero, sin outs, 1ra y 2da llena, vino a batear "el soldado" Ryan...y de repente un toque. Un inexplicable toque. Otro de tantos. Ordenado por Hudgens -"quería sacarle dos carreras más con un hit grande a Rincón"- y castigado con implacable severidad por los dioses del béisbol -a Kroeger lo retiraron en 3ra y luego Castillo bateó para dobleplay-. De esa forma se abortó un gestante rally y se oxigenó a un asfixiado y tarambana Juan Rincón, que terminó lanzando 5 inings.


Los Tigres, por su parte, no se hicieron esperar: en el mismo primer ining empataron el juego -boleto a Romero y hits consecutivos de Ramos, Giménez y Milledge con 2 outs- . En la parte alta del 4to "El Tanque" Maldonado la sacó por el center y en la baja Milledge anotó con foul fly de sacrificio de Solarte.


En ese dame que te doy andaban, hasta que en el 5to los de Aragua acabaron con la paridad al anotar dos, y una más en el 6to. El juego estaba 3-6 y el estadio se venía abajo al grito de "eeeeeeeliminados". No eran buenos momentos para los caraquistas.


En la baja del 7mo par de carreras esperanzadoras para el Caracas y en la alta una expulsión que lucía cuasi-trágica: habiendo lanzado sólo una bola, Scott Patterson salía botado del encuentro luego de una acalorada disputa con el umpire Junior Chacón, que casi termina en golpes. Allí parecieron sonar las trompetas del apocalipsis caraquista, porque con Patterson se iba la garantía de un cero. En su lugar salió Víctor Gárate, quien se paró como un hombre en la lomita y sacando casta de león y brazo de campeón hizo los deberes y detuvo lo que en ese momento, sentíamos, era el desmoronamiento del equipo.

Desmoronamiento, no obstante, que volvimos a palpar, allí sí más claro, cuando abriendo el 8vo, con Padrón en 1ra vía boleto y Carlos Maldonado al bate -hasta ese momento de 3-2 con jonrón-, ordenó Hudgens otro de sus geniales toques. Como no podía ser de otra manera, el béisbol volvió a castigar al impenitente y díscolo mánager con un dobleplay que estaba más cantado que himno en primaria bolivariana, ya que si Maldonado es un tanque, Padrón es una nevera de dos puertas y ambos son el antónimo del sustantivo velocidad.

Después de ese dobleplay la cosa se puso verdaderamente negra; “muy fea”, que diría Beto Perdomo. Pero el béisbol es el béisbol, no se acaba hasta que se termina y 'justo cuando crees que lo tienes dominado, se voltea y te da un puñetazo en la nariz' -Mike Schmidt-.

Gregor Blanco, siempre diligente a la hora de la chiquita, abrió el 9no ining con sencillo al center. El toque estaba cantado y a la vez, dados los antecedentes, era temido, pero Marwin, no sin sobresaltos –al principio le salió un fly en faul-, lo hizo de “maravilla” y movió a Gregor a la 2da. Al bate vino Josh Kroeger en un turno que bien valía un MVP. Directo del bullpen le trajeron de regalito al zurdo Rich Rundles, efectivísimo ante siniestros, que rapidito lo puso en 0-2. Pero Kroeger fue mucho Kroeger. Sabía lo que se jugaba y lo que debía hacer: “Tenía que batallar ese turno ante Rundles. Había que empatar ese juego como fuera”, declaró luego. Así que con gringa frialdad pidió tiempo, abandonó el plato, entró al dogout y salió con bate nuevo. Demasiado jefe, como dijeron por allí.

Ligado por los millones de caraquistas que seguíamos la transmisión, con el futuro del equipo en su misterioso bate y el peso de tan enorme responsabilidad, no perdonó una recta alta y adentro del zurdo tigrero y la mandó a la izquierda. Con el batazo se silenció el estadio. Gregor corrió y anotó de pie, y Kroger, más pesadilla y más MVP que nunca, le puso un mundo a la carrera y de cabeza llegó quieto a la 2da, desde donde celebró entre eufórico, adrenalínico, exaltado y emocionado el haberlo hecho de nuevo, el haber respondido en la hora en la que valen los batazos y se demuestra de qué material está hecho el pelotero.

Con el juego empatado a seis, el Chucho Guzmán recibió boleto y Redman se ponchó tirándole. Quiso entonces el destino, que es caprichoso y siempre actúa de forma extraña, que hubiera cambio de pitcher para que José Castillo se enfrentara a Víctor Moreno. Duelo interesante tomando en cuenta que días antes, en El Universitario, Moreno humilló a Castillo con un ponche harto celebrado y que posteriormente en unas soberbias declaraciones el pitcher dijo que en aquella ocasión había boleado intencionalmente a Guzmán porque quería enfrentar a Castillo, al que tenía "dominado".

Total que el béisbol, tan implacable como generoso a la hora de las segundas oportunidades, se la ponía en bandeja de plata al caraquista: con un batazo se reivindicaría ante los fanáticos, ante Urbina -que lo veía desde la cárcel- y además se sacaría la espinita del ponche. Salvaría el honor. Claro que tampoco la tenía fácil: la versión de Víctor Moreno que tenía en frente era esa a la que "no le dan ni foul", como bien definió un comentarista de TV, y él, Castillo, no estaba, ni de lejos, como en los tiempos en los que El Universitario se le rendía al ritmo de El Hacha.

Pero algo tienen estos peloteros-caballos del Caracas. Un algo indefinible que los hace responder, luego de fallar infinidad de veces, en la hora menguada, la de los hombres. Y eso, responder, fue lo que hizo Castillo, "el dominado", cuando más se le requería: conectó un hit al left, que enmantequilló a Milledge -el béisbol ayuda- y se terminó convirtiendo en un doble productor de dos rayitas -Kroeger anotó, de cabeza nuevamente, desde la 2da; y Guzmán hizo lo propio en rauda carrera desde 1ra-. El pitado y despreciado Castillo se reivindicó, y de qué manera, ante todos y especialmente ante sí mismo, que vaya si lo necesitaba.

Juan Carlos Gutiérrez, que tampoco se había visto bien, fue el encargado de cerrar el 9no. Con una dinámica ponche, boleto, ponche, boleto, ponche, con la que nos puso de los nervios, logró el cometido. Cuando Luís Maza con 2 outs y en 2 strikes abanicó el envío de “Bola 8”, una inmensa emoción nos embargó a todos. En el terreno se vio una celebración grande, casi de campeonato, digna de una victoria que fue sufrida, trabajada, parida y, precisamente por eso, sentida.

Son estos juegos, los que se mueven entre lo divino y lo profano, lo mágico y lo mundano, en los que se beben hiel y miel, los que quedan inmarcesibles en la memoria y alimentan el anecdotario colectivo. Por eso esta larga crónica: para no olvidar.