A mediados de noviembre tenía encima una preocupación un tanto extraña. “¿Qué pasa que el béisbol no me está emocionando como siempre? ¿Será que ya no soy tan caraquista?”. Aunque la cosa podía parecer banal o pueril, para mí era grave y estaba tomando visos de tragedia: había transcurrido casi mes y medio de temporada y yo, fanático un tanto apasionado -caraquista con todas las de la ley, vamos-, no estaba para nada conectado con los Leones. No veía los juegos, no seguía al equipo, no estaba pendiente de los resultados. Nada de nada.
Sabía que el Caracas se la pasaba cruzando la frontera de los .500, que un día entraba y al siguiente salía de la clasificación, y que en resumidas cuentas le estaba yendo mal. Dentro de mis existenciales y filosóficas reflexiones no dejaba de preguntarme si inconscientemente era por eso, porque perdía, que yo no lo estaba siguiendo, lo cual me asustaba y a la vez asqueaba ya que significaba entonces que yo, que en temporadas pasadas me creía y sentía caraquista como el que más, no era en el fondo sino un pantallero, especie desagradable y un tanto despreciable compuesta, entre otros, por actores/actrices de Venevisión que se ponen la camiseta para que los/las ponchen en la transmisión, niñas bonitas y no tanto pero sifrinitas siempre que no saben quien es Orber Moreno, y pavitos BassProShop-Quicksilver que se quedan lelos cuando les hablan de un 'squeeze play'.
En esas se me pasaba noviembre hasta que, cuando la eliminación parecía inminente, decidí ponerme a ver los juegos. Como los buenos capitanes, me hundiría con el equipo. Me tragaría sus errores, me calaría sus derrotas, soportaría el chalequeo y, en fin, sufriría con ellos, lo que nunca haría un pantallero. Era la prueba de fuego y estaba dispuesto a tomarla.
Pasé el primer examen con el no-hit no-run del magallanero Antonhy Lerew, que lo sentí en el alma y me arrechó burda. Pero luego, milagrosa e inesperadamente, el equipo revivió. Y no solo revivió, sino que lo hizo de forma tal que terminó clasificando de primero al round robin. Eran días más que felices en los que cada juego significaba una alegría y ser caraquista era lo más fácil del mundo. Yo, por supuesto, me hallaba en constante estado de júbilo y me sentía conectado con el equipo. El clic se había pasado y la magia había vuelto.
La noche de la clasificación me encontré a los peloteros en el lobby del hotel y me emocioné como carajito con Niño Jesús. El solo hecho de verlos, tomarme una foto, darles la mano y felicitarlos hizo de aquella una gran noche que todavía recuerdo con cierta y feliz nostalgia. Era otro indicio, sin duda.
Sin embargo, eran tiempos de vacas gordas y en estos, insisto, todos son/somos caraquistas. Hasta que llegaron los tiempos de vacas flacas con su día D: el juego extra de ayer ante Tigres. Fue allí cuando terminé con las dudas estúpidas y las preguntas pendejas y me (re)confirmé caraquista de verdad y casta. Porque cómo dolió y qué mal se sintió ese juego.
Cada carrera de Tigres fue un golpe fuerte y cada ponche, rolling o fly de los Leones, un dolor. Los 6 últimos outs fueron estaciones de vía crucis, la cual más sufrida que la otra. Ligaba con fuerza, con todo, y como respuesta puras decepciones. Vi el último out casi con santa resignación y apenas se concretó apagué el TV. Dejé el radio prendido porque Fernando Arreaza y Humberto Acosta, si bien no daban consuelo –no existía nada que lo diera en ese momento-, al menos acompañaban en el duelo.
Fue una noche mala, muy mala. Tanto que a las 11 PM ya estaba acostado con la luz apagada. De fondo tenía el audio libro Desde el estadio con los Leones en el tiempo –gracias sean dadas a Mary Montes por grabarlo y a Bob Abreu por producirlo- en el que se relatan los mejores y más insignes episodios de esa “fábrica de sueños”, como la definió Padrón, que son los Leones del Caracas.
Así que entre la grandeza del Chico Carrasquel, el sensacional guante y mejor bate de Vitico, las inigualables hazañas de Urbano Lugo padre y Urbanito Lugo Jr., el poderío de Pete Koegel, los jonrones de Baudilio y Armas, los registros de Marcano Trillo, la clase de Vizquel en el short, la fuerza y carisma del gran Gato Galarraga, la simpatía y talento del Comedulce Abreu y, en resumidas cuentas, la gloria nunca igualada de este equipo, entre todo eso, decía, fue que dormí.
Lo hice triste, sí, pero confirmándome totalmente CARAQUISTA, en mayúscula, que es como debe escribirse. Porque estando en la derrota, que siempre es huérfana, es cuando uno se da cuenta de estas cosas y solo cuando se es CARAQUISTA una derrota puede doler y sentirse tanto.
Vendrán tiempos mejores, pero mientras, a sufrir otro poco. Lo dicho, no somos buenos perdedores y la derrota nos pone malos.