“El Sarao” tiene algo, eso le dije a una amiga vía twitter. Un “algo” que se manifiesta, incluso, mucho antes de pisar el sitio, con solo mencionarlo. El nombre caribeño y tropical del local tiene fonética de leyenda. Uno lo ha oído siempre, pero no ha ido nunca. Porque no está de moda, porque ir al “El Sarao” no es in, por el prejuicio salsero, porque en frente mataron a un chamo, por esto y por lo otro. Motivos hay, vamos. Pero también curiosidad, esa que despiertan este tipo de lugares que se debaten entre el mito y la decadencia, y que fue precisamente la que me llevó a decir sí cuando me invitaron.
La ubicación no es mala. Está en la frontera entre Chacao y Altamira, a una cuadra de la Francisco de Miranda, en el Centro Comercial Bello Campo, una de esas estructuras de la Caracas “setentosa” que alberga tiendas, restaurantes, tascas, supermercados, pero que a la luz de los sambiles, tolones, recreos e, incluso, cccts ya no merece el nombre -¿o es adjetivo?- de centro comercial.
Se le entra bajando por la rampa del sótano –escaleras mecánicas y ascensores no son precisamente la norma en el Bello Campo- y allí está, por fin, después de tanto escuchar y elucubrar. Un pasillo que no es ni corto ni largo, bien iluminado, remembranza de antiguas colas y llenazos espectaculares, da la bienvenida. Al inicio, un cartel con todas las prohibiciones –franelas, shorts, zapatos de goma, pantalones rotos y pare usted de contar-; al fondo, un monitor con una toma de todo el pasillo.
El recibimiento lo da un vigilante, enfluxado, grande y con malas noticias, como casi todos: 100 BsF para entrar. ¿Por qué? Porque se celebra San Fermín en Pamplona o porque es viernes de cuarto menguante, cualquier excusa es buena. Total que billeticos marrones salen de las carteras y par de tickets entran en los bolsillos, los cuales, ¡santas promociones, Batman!, equivalen en la barra a 100 BsF en tragos. Después viene la requisa, bastante minuciosa, y bienvenidos todos, ahora sí, al templo menor de la salsa caraqueña: “El Sarao…al que nadie le quita lo bailao”.
Inmenso y tropical. Esos son los dos primeros adjetivos que vienen a la mente al entrar. Un largo pasillo central, dos barras, infinidad –y cuando digo infinidad, es infinidad- de mesas a los lados, una pista de baile, una tarima y mucho espacio. A lo largo del pasillo pantallas planas con algún juego de grandes ligas y sobre las mesas manteles con estampados caribeños. Es diferente, sin duda.
En su mayoría, al público se le podría definir con el coqueto y mercadeable eufemismo de “adulto contemporáneo”. De veintitantos para arriba. Venegorditos en camisa con sus veneculonas en mini-falda. Gerentes de corbata con sus ejecutivas de blazer. Tríos y cuartetos de mujeres solas, a quienes la soltería se les nota tanto como las ganas de dejarla. Hombres con sus muy mal disimulados cuarenta y dele sentados solos en la barra viendo que pescan. Y, créase que no, algunos grupos de gente más joven -entiéndase veintipiquito, porque esto tampoco es Area-. Todos muy arregladitos. Todos muy cuadros medios. Todos muy clase media.
En cuanto a música, la salsa es el género mayor…en las primeras horas. Suena y muy bien –y se baila mejor-, pero a medida que pasa el tiempo, este templo, esta basílica menor, hace gala de una especie de ecumenismo que la lleva a alternar un poquito con merengue ochentoso –“una fotografía, pam, pam, pam”-, un poquito con Proyecto Uno –“anoo-o-o-other night, otra noche sin tu amor”- y cuando uno menos se da cuenta ya está sonando el reggaetón. ¿Cóooooomo? Pues sí. No todo el tiempo porque puede haber rebelión en la granja, pero suena y también delata, vaya que sí. Explicarlo me resulta complicado: como casi todo, el baile también es generacional y allí se distingue claramente la generación que creció con reggaetón de la que creció sin reggaetón. No porque estos últimos vayan a sentarse cuando suena, todo lo contrario, un baile tan libidinoso es siempre una invitación a la pista, sino por la forma en que lo bailan, un “perreo” merenguero, que no es perreo ni es merengue y que tampoco luce mucho.
El del baño de caballeros es un capítulo aparte. Primero porque es inmenso, como todo en El Sarao, y tiene algo así como diez pocetas y diez urinarios. Segundo porque está limpio después de la 1:00 AM, virtud admirable donde las haya. Y tercero, last but not least, porque dentro hay una tiendita, una quincallita, un kiosquito, un puestico de venta, que le da al sitio ese detalle pintoresco que le faltaba para terminar de hacerlo diferente. Pero además de pintoresco, también es bastante útil ya que vende cualquier cantidad de chucherías –chicles, caramelos, chocolates, galletas-, cigarrillos detallados y, cuentan en Venezuela Jonron –esto ya no llegué a verlo-, condones, viagra, gelatina para el pelo, desodorante y rociadas de colonia a cada lado del cuello; es decir, todo lo que un caballero podría necesitar en casos de emergencia, que también las llegamos a tener.
De solidarios, los precios de las bebidas no tienen ni la ‘s’ –a 50 la cubalibre-. No así los de la comida -porque, sí, en El Sarao también venden comida-, que aparte de buena es barata y, cosa importante, abundante. Hablo por las empanaditas: diez –cinco de carne y cinco de pollo- por 20 BsF., aunque también había tequeños, croquetas y demás. Precisamente, cuando me comía una de las empanaditas, sonaba al fondo un merengue de los clásicos y veía a la gente bailar tuve la sensación de estar en una boda. Coleado, pagando y sin conocer a la novia, claro, pero boda al fin. Ésa es la mejor forma de definir el ambiente del local.
Luego, pasadas unas cuantas horas, llegó el momento de partir. A la salida, un atípico grupito de PM´s custodiaba la entrada. Atípico porque no robaban. Atípico porque no matraqueaban. Atípico porque estaban en la entrada de El Sarao, que finalmente es eso: un lugar atípico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario