Mientras Vilca Fernández cosía sus labios dentro de la ambulancia, el panorama en la Francisco de Miranda era desolador: había más periodistas, camarógrafos y fotógrafos que sociedad civil. A cincuenta no llegábamos. Pónganle cuarenta, metan en ese saco a los de logística, y va que chuta la cifra. Políticos, ninguno; dirigentes estudiantiles, uno: Diego Sharifker, presidente de la FCU-UCV. Más nadie.
Era un poco más de la 1 PM y la transitada arteria víal mantenía su frenético ritmo: carros y gente iban y venían. Alguna que otra persona se paraba, veía a lados tratando se buscar respuesta y seguía. La vida transcurría como si tal al son de la cotidianidad caraqueña. Pero no allí y no para nosotros, a quienes el tiempo nos lo marcaban la ambulancia y lo que estaba sucediendo adentro.
Con el monóxido de carbono se respiraban en dosis iguales expectativa, tristeza y resignación. Todos sabíamos que iba a pasar precisamente lo que hubiésemos querido que no pasara y cada quien lo llevaba como podía. Unos fumando, algunos hablando, otros caminando de un lado a otro y así. Los camarógrafos, que tenían rodeada la ambulancia, eran la medida para saber cuan cerca o lejos estábamos del momento cumbre: cámaras arriba, se acerca; cámaras abajo, a esperar.
Y durante mucho tiempo estuvieron abajo y un par de veces subieron en vano. Hasta que se acabó lo que se daba: la puerta de la ambulancia se abrió, camarógrafos y fotógrafos a golpes y empujones, a trancas y barrancas, empezaron a hacer lo suyo, y Fernández salió. La imagen la tengo fresca: chaqueta tricolor, mirada abúlica, puño en alto y medio labio cosido. Lo dije en twitter y lo ratifico acá: fue fuerte.
Se trató de uno de esos momentos en los que algo se quiebra y se desbordan las pasiones: lágrimas de las señoras, aplausos de los señores, el himno entonado por alguna garganta, insultos, maldiciones y desconcierto general. Yo, que tiendo más a la parquedad y al estoicismo, respiré profundo y traté de buscarle el lado racional a lo que simple y llanamente era la imagen de la sinrazón y el sinsentido.
Y no lo digo por Fernández, cuya acción es discutible y yo particularmente no comparto, quien al final no es sino una víctima de varios verdugos: la indolencia criminal de un gobierno incapaz de atender un reclamo justo, la indiferencia abismal de una sociedad que habla y twittea mucho y muy bien pero no se mueve ni conmueve y mucho menos presiona ante un hecho así, y el sectarismo y celo casi suicidas de una dirigencia estudiantil que a veces se empeña en parecerse mucho -y en lo malo- a sus abuelos de la mal llamada cuarta.
"Aquí hay dignidad" fue lo que, como pudo, balbuceó al final. Yo le creí. Imposible no hacerlo viniendo de alguien que aún en el peor estado de indefensión y soledad se mantiene en su ley y lucha por lo que cree. Recordé a aquellos cantantes argentinos que son hermanos: "somos pocos, pero buenos". En este caso poquísimos. No digo más.